La reducción del Impuesto a la Renta propuesta por el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) la semana pasada es una buena idea, pero combinada con el aumento del impuesto a los dividendos ya no lo es tanto. El objetivo de estas medidas es incentivar la reinversión de las utilidades empresariales, lo cual parece plausible. Pero todo incentivo tributario distorsiona las decisiones de consumo e inversión, con consecuencias indeseables.
Los movimientos en las tasas que ha anunciado el MEF están sincronizados para dar siempre un impuesto total de 33%. Para una compañía que declara utilidades y las reparte inmediatamente como dividendos, los cambios propuestos no hacen ninguna diferencia. Hoy, por cada 100 que gana paga 30 de Impuesto a la Renta; al repartir los 70 que quedan, tiene que descontar 3 como impuesto a los dividendos, y entrega 67 a sus accionistas. A partir del 2015, pagará solamente 28 de Impuesto a la Renta; pero de los 72 que le queden deducirá 5 (el 6,8%) y entregará los mismos 67.
Pero sí hay diferencia cuando las utilidades y los dividendos ocurren en distintos momentos del tiempo. En el caso extremo, la compañía podría no repartir nunca un dividendo, dándole en su lugar al accionista un préstamo sin fecha de vencimiento. O “reinvertir” sus utilidades en una camioneta 4×4 que no aumenta la producción ni baja los costos. El incentivo a disfrazar como inversión lo que son actos de consumo es tanto mayor cuanto mayor sea la tasa del impuesto a los dividendos.
Lo peor, sin embargo, no es eso, sino que el incentivo tributario induce a algunas empresas a hacer inversiones poco rentables, inversiones que no harían si no tuvieran el beneficio fiscal. Las induce, en otras palabras, a hacer mal uso del capital, siempre escaso, del que dispone el país.
Como una parte de la inversión se financia con plata que, de cualquier manera, no iba llegar a las manos de sus accionistas, las empresas pueden ser menos exigentes en la evaluación de sus proyectos. El impuesto a los dividendos difiere una parte de la carga tributaria, que es como si el fisco invirtiera junto con la empresa, pero no reclamara una parte de las ganancias. En esas condiciones, el proyecto no necesita ser tan bueno para que la empresa obtenga la rentabilidad esperada sobre la parte de la inversión que financia con los fondos que pertenecen a sus accionistas. La distorsión crece a medida que aumenta la tasa del impuesto a los dividendos porque una proporción cada vez mayor de la inversión se financia con recursos fiscales.
El incentivo tributario, además de ineficiente, en el sentido indicado, es injusto porque solamente beneficia a las empresas ya constituidas. No tienen el mismo trato las inversiones que hacen las empresas recién creadas. Tampoco la gente que hace negocios por cuenta propia.
Sería preferible que el MEF elimine el impuesto a los dividendos y mantenga, si quiere, la tasa del Impuesto a la Renta para personas jurídicas en 30%. El costo fiscal no sería muy alto: posiblemente de 1.000 a 1.500 millones de soles al año. El mismo impuesto para todos, independientemente de que sean empresas nuevas o viejas, corporativas o unipersonales, de que se gasten o reinviertan sus utilidades: eso sí sería un estímulo para toda clase de inversión, pero sin las ineficiencias e inequidades del sistema que actualmente tenemos.