Vacilando y a trompicones, el gobierno se decidió a declarar el estado de emergencia en la provincia de Islay, después de más de dos meses de disturbios y violencia, y muchos muertos y heridos. El asunto es que esa medida de excepción, que suspende ciertas garantías constitucionales, puede tener sentido si es que el gobierno tiene algún plan para usarla. A la luz de lo que ha ocurrido hasta ahora, no es seguro que sea así.
Por ejemplo, hace dos semanas hicieron intervenir a las Fuerzas Armadas supuestamente para apoyar a la policía. En realidad, tenían la ilusoria esperanza de que la presencia militar atemorizaría a los revoltosos y los disuadiría de seguir con los bloqueos. No ocurrió eso.
Hace una semana el presidente Ollanta Humala pronunció un confuso y desconcertante discurso, y la empresa Southern Perú, apremiada por el gobierno, suspendió el proyecto minero por dos meses. Y nuevamente las previsiones del gobierno se vieron frustradas. Los grupos violentistas, probablemente etnocaceristas, siguieron con los ataques a las fuerzas del orden, previo acuerdo con los agricultores para que realicen la cosecha a cambio del pago de cupos.
Antes de eso, el gobierno fue aumentando –sin estrategia alguna– el número de policías, creyendo que así podría asfixiar la protesta. El resultado fue un rotundo fracaso que trataron de paliar con las ineficaces medidas reseñadas más arriba.
En suma, hasta ahora los hechos demuestran que el gobierno no tiene un plan para terminar con la revuelta y va disponiendo acciones sin ton ni son, con la esperanza de que alguna de ellas dé en el blanco o que los huelguistas se cansen algún día. La situación no es peor solamente porque al frente no hay una organización sólida con un liderazgo coherente. Pero las cosas pueden complicarse pronto.
Para el miércoles 27 y jueves 28, grupos radicales están organizando un “paro macrorregional” en el sur del país para apoyar la protesta antiminera del Valle de Tambo. Es posible que en varias ciudades se produzcan disturbios, bloqueo de calles y carreteras, enfrentamientos con la policía y desmanes. Esa es la manera que tienen esos sectores para llamar la atención y eventualmente imponerse sobre el gobierno.
La idea de los radicales es que la chispa de Islay prenda fuego a la pradera de una parte del país donde el decaimiento de la economía deja sentir ásperamente sus efectos en algunos estratos, y con poblaciones que tuvieron grandes expectativas en las promesas de Ollanta Humala y Nadine Heredia –reflejadas en su altísima votación– y ahora están especialmente indignadas por el incumplimiento de ellas.
Los izquierdistas quieren subirse a la nueva ola de protestas que se iniciaron a fines del año pasado y que han tenido consecuencias notorias y funestas en Pichanaki y en Islay, pero que se extienden por todo el país. Solo en los últimos días ha habido bloqueo de carreteras en La Oroya (Junín), Pomata (Puno), Marcona (Ica) y violentos disturbios en Tablada de Lurín y en Tumán y Pomalca (Lambayeque).
En todos los casos se trata de reclamos locales y específicos. Lo que hacen las cúpulas radicales que manejan organizaciones gremiales, la mayoría de la veces muy débiles, y los llamados frentes de defensa –que solo rejuvenecen en ciertas situaciones de conflicto– es coordinar entre sí y, aprovechando un ambiente de irritación y descontento, fijar una fecha para hacer confluir protestas locales en una movilización más grande.
Es una apuesta que puede ser muy rentable si tiene éxito, porque sus dirigentes adquieren notoriedad y se pueden proyectar para un cargo político el 2016 y/o negociar algunas “lentejas” con empresas privadas o autoridades. Y si fracasan, el costo que pagan es mínimo.
Así, apuestan por que se materialice el viejo proverbio chino popularizado por Mao Zedong: una sola chispa puede incendiar la pradera.
Algunos funcionarios, analistas y dirigentes empresariales que desconocen los mecanismos de las protestas, tienden a creer que se trata de una tenebrosa organización centralizada que planifica milimétricamente sus acciones y que proyecta sus golpes con precisión. No es así, por fortuna. Si existiera una organización robusta con un líder carismático competente, sí habría peligro de desestabilización.
Quizás el más grande riesgo del “paro macrorregional del sur” y otros disturbios es la incompetencia del gobierno para enfrentarlos.