Inclusión crediticia, por Richard Webb
Inclusión crediticia, por Richard Webb
Richard Webb

En el mercado de ideas, el producto estrella del momento para aliviar la pobreza sería la inclusión financiera. Ministerios, ONG y empresas que buscan una opción para cumplir la responsabilidad social y, por supuesto, los bancos se unen todos a la cruzada. Incluso el , que pocas veces levanta la bandera de alguna solución social, esta vez se ha plegado al entusiasmo. Según el jefe de esta cartera, Alonso Segura, la inclusión financiera “es fundamental” para el desarrollo rural. 

Como sucede con muchos productos milagrosos, lo que se descubre no es el producto mismo, sino sus propiedades. La y la maca han sido cultivados desde siempre, pero el conocimiento científico de sus cualidades es reciente. Algo así ha sucedido con el . En su forma silvestre, el crédito entre personas ha existido a lo largo de toda la historia humana. Además, en su versión más organizada y formal, empaquetado a la moderna y con sellos de haber cumplido las normas oficiales (como se vende hoy la uña de gato), el microcrédito nació no ayer, sino hace un cuarto de siglo. Durante años, el crecimiento transcurrió casi desapercibido. Aparecieron las cajas municipales y rurales, las edpymes, y lo que antes fue Mibanco, pero si bien los proveedores brotaban con velocidad, la industria del microcrédito seguía siendo vista como una subcultura social de poca relevancia para los grandes problemas del país. Hasta que la gran banca entendió que el microcrédito era un excelente negocio.

Pero el salto que pegó el microcrédito, que ahora incluye la oferta de los bancos, se limitó a la población urbana. Inclusión social hubo, porque los vendedores de cajas, edpymes, bancos y ONG llegan hasta los márgenes de las ciudades casi con la llegada de las primeras esteras, y muchas veces antes que el agua o los títulos de propiedad. Lo que no hubo fue inclusión de la población en el campo, donde, hasta hace poco, la falta de comunicación y de infraestructura encarecía exageradamente el costo administrativo para las empresas financieras. Según el censo agropecuario, la proporción de agricultores que habían accedido al crédito en el 2012 alcanzó apenas al 8%, cifra casi igual a la del censo anterior de 1994. 

Sin embargo, pese a su casi total exclusión financiera, desde hace al menos una década, el ingreso promedio de la familia rural viene aumentando más rápidamente que el de la familia urbana, como constatan las cifras de las encuestas anuales de hogares del INEI. La falta de crédito parece haber sido casi una ventaja. 

La forma más fácil de explicar esa paradoja es recordar que las tasas de interés de los microcréditos son del orden del 30% a 40% anual. Es decir, superan largamente la rentabilidad normal de casi todo negocio productivo. Para el deudor, semejante costo puede estar justificado para cubrir una emergencia o para aprovechar una inusual oportunidad comercial, pero no para el ciclo normal de la producción agropecuaria. En realidad, es un error hablar del crédito como un producto homogéneo, independientemente de sus condiciones. Un préstamo X, a un costo de 10% al año, es radicalmente diferente a un préstamo Z, que cuesta 30% al año. La inclusión financiera con el primer tipo de crédito puede ser un importante motor del crecimiento. Los préstamos del segundo tipo pueden volverse, más bien, un freno.