La reforma educativa está siendo atacada malamente desde varios frentes. Mañana el ministro Jaime Saavedra irá al Congreso de la República para dar explicaciones sobre los Juegos Panamericanos y sobre unas compras de computadoras en el ministerio, temas que son buenos de discutir y por los que los congresistas tienen derecho a pedir explicaciones, pero que a todas luces están siendo usados como antifaz para defender oscuros intereses económicos asociados a universidades de pésima calidad.
Otro flanco, el más mezquino, desliza la idea de que el presidente Pedro Pablo Kuczynski mantiene al ministro Saavedra como una devolución de favores por un asesoramiento durante la campaña. El ataque llega hasta la esposa del ministro, sugiriendo que su nombramiento en un puesto en la Superintendencia de Banca y Seguros es parte de este intercambio de favores.
El vocero más estridente de este flanco ha sido Mauricio Mulder, parlamentario que lleva más de 15 años en el Congreso (es decir, un caserito del hemiciclo). En un artículo de enero de este año (“Alianza Popular: ¿pasará la valla?”) mencionaba bienintencionadamente que partidos con elecciones acumuladas ofrecen congresistas con experiencia, que serían leales al partido, evitando el transfuguismo, y que no necesitarían de un período de aprendizaje.
La realidad política, sin embargo, no entiende de buenas intenciones. Los aspectos positivos que tendría el hecho de reelegir congresistas son opacados tenazmente por las viejas y malas mañas políticas aprendidas a lo largo de los años y que usan estos parlamentarios para defender sus posiciones a falta de argumentos sólidos.
Los congresistas tienen como prerrogativa la inmunidad parlamentaria que entendiblemente ha sido planteada como un mecanismo para evitar que sus labores sean judicializadas y para garantizar el libre funcionamiento del Congreso. Sin embargo, vemos que los legisladores entienden la inmunidad como una carta libre para atacar impunemente y difundir información falsa o tergiversada. Pasa en las redes sociales. Basta recordar a Héctor Becerril difundiendo una imagen evidentemente editada de Verónika Mendoza con una bandera roja con la hoz y el martillo, para tratar de vincularla con Sendero Luminoso y el terrorismo.
Y pasa también en el hemiciclo, como cuando el mismo Mulder trató de vincular a la primera dama Nancy Lange con la empresa Cosapi, sugiriendo un conflicto de intereses. Ahora, otra vez vuelve al ataque amparado en la inmunidad, que convierte a los congresistas en “intocables”.
Estas prácticas tienen claro la máxima que dice que no importa si una información es verdadera o falsa, con tal que sea verdad en sus consecuencias. A algunos padres de la patria parece que no les interesa difundir la verdad, sino amoldar las consecuencias de su difusión para avanzar en sus intereses (que lamentablemente, en este caso, no son los de la nación).
Es evidente que existe una asimetría entre un ciudadano, sujeto a responsabilidades legales como cualquier otro, y un congresista, protegido por la inmunidad. El primero tiene que cuidar lo que afirma, pues es sujeto al cargo de difamación; el segundo puede decir lo que quiera sin ser sujeto a control alguno.
En las últimas elecciones generales hubo un debate acerca de si se debería eliminar la inmunidad parlamentaria. Vale la pena recordar que Alan García prometió populistamente que los congresistas apristas renunciarían a ella. Enrique Valderrama, vocero para temas de juventud durante la campaña, hizo suya esta propuesta puesto que la inmunidad, decía, se ha convertido en escudo de impunidad.
Más allá de si es posible un cambio así, bien harían los actuales compañeros parlamentarios en retomar estas promesas de campaña de su candidato. Una propuesta de este tipo, dentro del paquete de reforma política, sería la mejor prueba de que para ellos inmunidad no significa impunidad.