Señorita, buenos días, tengo intención de alquilar un local, que antes fue una panadería, para poner un negocio. Quiero vender carretillas, de plástico y metal, para transportar cosas pesadas. ¿Se podrá? No son productos de uso industrial, sino carritos para la casa y las oficinas. Plataformas con ruedas, para no cargar.
¿Carretillas y carritos?, pregunta la señora que brinda información en la municipalidad. No se puede, oiga usted, en ese local donde hubo una panadería solo se puede instalar otra panadería, desde ahora y hasta la eternidad. Pero los carritos no hacen bulla, replico yo, no se levantan a las tres de la mañana para amasar, no botan humo, ni usan horno, ni petróleo. ¿No se le puede dar otro uso a ese local, que además tiene declaratoria de fábrica como inmueble comercial? No, no se puede; pero igual voy a consultar.
La supervisora, conocido el caso, respira hondo y dispara: ¿las carretillas son nacionales o importadas? Son importadas, señorita, todavía no he encontrado nada similar de fabricación local. Mire, me dice, acá veo un rubro que lo podría salvar: “Venta de artículos importados”; saque su licencia con esa finalidad. Ya, bestial, le digo, pero qué pasa si más adelante quiero vender carritos nacionales, ¿se podrá? No, pues, dictamina tajantemente, solo los importados, señor.
Pasa en las películas y pasa en Surco, amable lector. De todas las municipalidades limeñas con las que uno tiene que lidiar, la de Surco es probablemente la campeona mundial de la antiinversión. Y la más activa en la persecución a los pequeños negocios. Si usted tiene un local comercial en ese distrito, sabrá que ahora mismo la municipalidad despliega una cacería dirigida a combatir las barbaridades de las pequeñas empresas de su circunscripción. No es para menos. Hay que dar guerra sin cuartel a esos desadaptados que regentan restaurantes, bazares y lavanderías.
A un amigo le cerraron el local porque se le pasó por diez días la renovación del permiso de defensa civil. Se demoró juntando los documentos o se le olvidó. Una brigada de inspección le cayó con todo y le cerró la tienda en cinco minutos, sin mediar una resolución y sin opción a enmendar. El mismo trato que dispensa la Dirandro.
Otro conocido puso un letrero pequeño que rezaba: “Estacionamiento exclusivo para clientes”. Los inspectores lo quisieron multar porque el cartelito no tenía licencia de aviso comercial. Más allá una licorería recibió una papeleta (S/.1.500 de castigo), porque se cambió sin permiso el giro del negocio. Además de vinos y licores, tuvo la osadía de incluir sacacorchos, hieleras, algunas copas. Un conjunto de productos peligrosos que está prohibido vender. ¿No sabía el propietario que en esa zona se puede instalar supermercados (y vender dentro de ellos cualquier cosa, como libros, juguetes, muebles de terraza y licuadoras), pero no puede haber negocios que expendan artículos para el hogar? Un delincuente desinformado, faltaba más.
Así es Surco y así es el Perú. Es la manera tan nuestra de alentar el emprendimiento, la ilusión de la tiendita propia y el afán por la sanguchería soñada. Dicen bien que el peor enemigo de un peruano es otro peruano, pero en Lima, el peor enemigo de los negocios debe ser esa municipalidad. Si le resulta posible, invierta en otro lugar. Mejor todavía: aléjese de los distritos tradicionales, zúrrese en todo y hágase informal. Y tranqui, nomás.