El reciente sondeo de América TV-Ipsos trae varios datos que podrían graficar el aparente estancamiento del escenario político peruano en un prolongado limbo tras la inminente postergación del adelanto de los comicios generales. Pero, como es sabido, las apariencias muchas veces engañan y es que la ficticia calma reposa sobre endebles pilares.
En primer término, la aprobación de la gestión de la presidenta Dina Boluarte es muy limitada, y recuerda los peores momentos de sus predecesores más impopulares. Se repite la misma proporción del mes pasado: casi un quinto de los encuestados (18%), muy cerca de la cifra de enero (20%) y ligeramente por encima del margen de error (+/- 2,8) con respecto a la medición de diciembre (21%).
La desaprobación, en cambio, trae un ligero y constante incremento que supera el margen de error. En sus dos meses de gestión, el rechazo a Boluarte ha crecido en seis puntos porcentuales (pasó de un 68% en diciembre a un 74% en febrero), a ritmo de tres puntos por mes. Es una proporción significativa si se le compara con el bajo respaldo que recibe: el crecimiento de la desaprobación es un tercio del apoyo actual.
El Congreso vigente, en tanto, presenta la menor aprobación desde su instalación (11%), en julio del 2021. La cifra registrada es siete puntos menor que la que se reportaba en noviembre del 2022, el mes previo al fallido golpe de Pedro Castillo, cuando las expectativas estaban centradas en el rumbo que tomaría el proceso de vacancia. El rechazo, además, es el mismo que en diciembre (82%), cuando el alarde triunfal tras la caída de Castillo estaba todavía fresco.
No debe perderse de vista que es el fragmentado espacio parlamentario el que debe generar una salida para la crisis política que vive el país, que se va tornando crónica.
También es importante constatar el alto respaldo que genera la posibilidad de que la presidenta Boluarte renuncie (76%), lejos de la “minoría” que ella describía en sus recientes alocuciones ante la prensa. Al frente, solo un 20% –un porcentaje muy similar al de su aprobación– prefiere que ella continúe en el cargo.
El apoyo al adelanto de comicios es abrumador, superando, en conjunto, el 90%. La amplia mayoría se ubica entre quienes manifiestan que las elecciones deben ser este año (70%), mientras un considerable porcentaje indica que deben ser en el 2024 (22%).
Solo el 7% cree que el proceso electoral debe tener lugar en el 2026, según lo estipulan los plazos constitucionales. Debe suponerse, en consecuencia, que aun entre quienes respaldan la gestión de Boluarte hay gente que prefiere una temprana realización de los comicios.
El alto respaldo a las elecciones anticipadas hace aún más sorprendente la pasividad con la que la opinión pública ha recibido el hecho de que, por ahora, estas vayan a tener lugar recién en abril del 2026.
Quizás este resultado pueda explicarse –al menos parcialmente– por el hecho de que solo un 10% de los encuestados manifiesta haber participado en las protestas. Existe, pues, un altísimo potencial para el crecimiento de la protesta que la dirigencia política en el Ejecutivo y el Legislativo parece no estar considerando.
La pasividad actual no debe entenderse como eterna. En cambio, debería prestarse atención a potenciales gatilladores de indignación que pueden surgir precipitadamente desde esferas que podrían resultar sorpresivas.
A cualquier observador medianamente informado le resulta evidente que la actual situación política reposa sobre zona sísmica. La tierra está por ahora mayoritariamente inactiva, aunque mantiene una frenética actividad en varios sectores del país. Los tomadores de decisiones parecen haber optado por refugiarse en el silencio sísmico, que en algún momento dará lugar al estruendoso sonido de la destrucción.