Se ha vuelto cada vez más incómodo discutir sobre política en Estados Unidos. La intolerancia hacia opiniones diferentes ha aumentado notablemente, a tal punto que está perjudicando la libertad de expresión. La gente se autocensura no solo por miedo a ofender a otras personas sino también por miedo a sufrir represalias profesionales y sociales, como perder el trabajo.
Se trata de una cultura de la cancelación emergente en la que se busca “cancelar” a las personas –celebridades, académicos, periodistas, empresarios y demás profesionales conocidos o poco conocidos– de sus carreras o de sus fuentes de ingreso por estar supuestamente causando un agravio contra otros. La cultura de la cancelación no solamente busca la sanción social contra quienes sostienen posturas o actitudes reprensibles –como el abuso sexual o el racismo– sino que vas más allá.
Es así que el editor de la página de Opinión del “New York Times” perdió su trabajo cuando el periódico publicó un artículo de opinión controversial de un senador republicano que, según algunos periodistas de ese medio, los ofendió. Este tipo de cancelaciones e intentos de cancelar han ocurrido en otros periódicos. A un inmigrante que puso una panadería, se le canceló el alquiler de su negocio cuando alguien descubrió que unos años atrás su hija había escrito cosas feas en Twitter que su padre desconocía. El presidente del Museo de Arte Moderno de San Francisco tuvo que dimitir luego de decir que el museo tampoco practicaría “discriminación al revés” contra artistas blancos fomentando más el arte de los artistas no blancos.
Podríamos relatar múltiples ejemplos más que afectan a todo tipo de profesión y sectores de la sociedad. Tal es la magnitud del problema que el mes pasado unos 150 intelectuales destacados (la mayoría de centro y de izquierda) publicaron una carta abierta en “Harper’s” en defensa de la libertad de expresión. Denunciaron las actitudes morales y políticas que “suelen debilitar nuestras normas de debate abierto y tolerancia de diferencias y favorecer la conformidad ideológica”.
No nos deben sorprender los resultados entonces de una nueva encuesta nacional de mi colega Emily Ekins. Encontró que un 62% de los estadounidenses teme expresar su opinión política públicamente. La mayoría de los demócratas (52%), independientes (59%) y republicanos (77%) se sienten así. Todos los grupos políticos se están autocensurando más hoy que hace unos años, pero el único grupo que en su mayoría se siente libre de expresar sus opiniones públicamente es la autodenominada izquierda progresista. Ni siquiera la mayoría de las personas que se consideran de centroizquierda sienten esa libertad de expresión, algo que indica el papel protagónico que está jugando la izquierda más radical en la actual cultura de la cancelación.
No es que la derecha no tenga su versión de lo políticamente correcto o actitudes intolerantes –y, sin duda, los extremos de la derecha y la izquierda se retroalimentan, especialmente con una derecha populista en el poder–. Pero lo novedoso es cuán intolerante se ha vuelto una parte de la izquierda estadounidense en años recientes.
Y detrás de la cultura de la cancelación que promueve una facción de la izquierda existe una crítica a los pilares de la democracia liberal no menos nociva que los de los extremos más intolerantes de la derecha. La carta abierta a favor de la libertad de expresión, por ejemplo, fue criticada por numerosas personas por “ofender”.
Legalmente, la libertad de expresión en EE.UU. se respeta minuciosamente. Pero si la cultura que respalda esa libertad se debilita, tarde o temprano terminará afectando tanto a la política como al derecho.