Omar Awapara

Esta semana descubrimos que el aparente cambio de rumbo radical anticipado por el cardenal Pedro Barreto no tenía que ver con una renovación del Gabinete, sino con retomar la intención de crear una , anuncio que el presidente ya había expuesto en su mensaje inaugural del 28 de julio y que concretó el lunes siguiendo el camino anticipado del proyecto de ley vía el Congreso.

El Gobierno plantea que se ponga como fecha para el referéndum (asumiendo que se aprueba por mayoría simple en el Congreso a tiempo) las elecciones regionales y municipales de octubre de este año. Todo esto a pesar de las reiteradas veces que el propio Gobierno, desde el 29 de julio del año pasado, había afirmado su decisión de encajonar dicha iniciativa.

No voy a discutir acá el posible rumbo que pueda seguir esta propuesta, porque como bien dijo el filósofo y beisbolista Yogi Berra: “Hacer predicciones es muy difícil, especialmente cuando se trata del futuro”. Hasta ahora se sabe que la mayoría de las bancadas presentes en la Comisión de , presidida además por la oposición, no le darían su apoyo al proyecto.

Sin embargo, lo que sí temo es que esta movida del Gobierno pueda lograr que, con Castillo o sin Castillo, una eventual salida a la crisis permanente que vivimos pase por convocar a una asamblea constituyente. Y muchos nos preguntamos, mirando con bastante trepidación el avance del caso chileno, si es que nos conviene seguir ese camino. Pero debemos, sobre todo, tratar de entender cómo es que quedó entreabierta esa puerta.

Se destaca, con razón, que el apoyo a un cambio de Constitución no es mayoritario entre la ciudadanía. Un sondeo de Ipsos de julio del 2021 encontraba que un 32% de los encuestados creía que la Constitución debía ser cambiada totalmente mediante una asamblea constituyente. Ese tercio inconforme es consistente en el tiempo, especialmente cuando se manifiesta electoralmente, aunque el hecho de que solo un 8% de los peruanos haya creído que la convocatoria a un proceso constituyente sea una prioridad para este Gobierno en enero de este año sugiere que no confían necesariamente en las intenciones de Castillo y Perú Libre para impulsarla.

En gran medida, lo que las encuestas de opinión pública parecen revelar es que el motor detrás del apoyo a una renovación constitucional pasa por un rechazo a dos aspectos que han surgido (o se han descubierto) en los últimos años: la corrupción de alto nivel, desenfrenada y ubicua en todos los gobiernos que se han regido bajo la misma carta, y el golpe asestado por la pandemia a lo que –creo– marcó la relación entre la ciudadanía y el Estado en el tiempo que la Constitución del 93 ha estado vigente.

Cuando se les pregunta específicamente a las personas por los temas a incorporar en una nueva Constitución, como lo hizo el IEP en diciembre del 2020, la respuesta más destacada, por lejos, es para que haya penas mayores para delincuentes y corruptos. Y, en segundo lugar, fortalecer la intervención del Estado en la economía. Ambas respuestas son un reflejo evidente de la crisis política que vivimos desde hace unos años y de la respuesta del Estado al embate del COVID-19.

Aunque no sea un sentimiento mayoritario, el malestar con el régimen, que incluye reglas formales como la Constitución, pero también reglas no escritas, que abundan en un país con 80% de informalidad, ha aumentado y puede llegar a un punto de agotamiento. La Constitución, como toda institución, refleja un equilibrio, que hoy aparece más inestable que nunca. Ahondo en este (des)equilibrio la próxima semana.

Omar Awapara Director de la carrera de Ciencias Políticas de la UPC

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