Omar Awapara

¿Por qué, si es que según la última encuesta de Ipsos publicada la semana pasada solo el 7% considera que el debe darle prioridad a impulsar una asamblea constituyente, nos queda esa sensación de fragilidad, de vulnerabilidad? Empecé a ensayar unas explicaciones la semana pasada, basadas en la corrupción reciente y la diáfana e ineficiente respuesta del Estado frente a la pandemia, pero creo que la posibilidad no se agota ahí y refleja también una falla en el proceso de incorporar y crear coaliciones que defiendan las reglas de juego. Unas reglas que, la evidencia demuestra claramente, han sido muy beneficiosas en el balance general.

Como lo reveló Vladimir Cerrón en entrevista con la BBC, y como la izquierda en general ha venido repitiendo sin mayor eco hasta ahora entre la ciudadanía, el objetivo es “desmontar el modelo neoliberal” que, en su visión, consagra la Constitución de 1993 en su capítulo económico. Es cierto que los llamados a cambiarla son casi tan antiguos como el propio documento, pero en gran medida los sectores más vociferantes fueron también los más debilitados por los propios cambios que trajo.

Como en otros aspectos, el nuevo equilibrio dejó en ‘offside’ a sectores que en algún momento se beneficiaron de una mayor presencia del Estado en la economía, por ejemplo, y la implementación de reformas afectó a algunos actores. Industrias previamente protegidas de la competencia externa han sufrido con la apertura comercial, y su voz de oposición ha estado presente desde entonces.

Pero un aspecto importante a considerar también es que en un país con aproximadamente un 80% de , en estos mismos años, poco se hizo por incorporar a la mayoría de los ciudadanos al ámbito de esas reglas de juego formales. En cierta forma, el espíritu de la Constitución, sus reglas no escritas, convivieron de forma pacífica y funcional con ese lado informal y precario del “emprendedurismo”, de las mypes que representan el 95% de las empresas peruanas y emplean a casi la mitad de la PEA, según datos de la Enaho.

En su relación con el Estado, la ciudadanía mantiene una distancia como la que James Robinson (autor, junto con Daron Acemoglu, del famoso libro “Por qué fracasan los países”) identifica en el continente africano en un trabajo reciente. En términos de contrato social, dice Robinson, hay una preferencia entre la ciudadanía de países africanos por pagar pocos impuestos y, a cambio, no esperar bienes y servicios públicos por parte del Estado. Una relación de autonomía funcional entre la sociedad y el Estado que puede ser cómoda, pero que no le da a la mayoría una participación a defender en el sistema. Y menos aun cuando ese sistema responde con casos de flagrante corrupción, ineficiencia mortal e incapacidad para regular aspectos con alto impacto en la vida de sus ciudadanos.

Advertía el exministro chileno Alejandro Foxley, quizás de forma premonitoria, allá por el año 1994, que “los economistas no deben saber solo sobre sus modelos económicos, sino también entender sobre política, intereses, conflictos, pasiones, o la esencia de la vida colectiva. Por un breve período de tiempo se pudo hacer cambios por decreto; pero para que persistan en el tiempo, tienes que construir coaliciones y comprometer a las personas”.

Ya tuvimos un buen ejemplo de ello con el caso de la caída del régimen laboral agrario. La lección debería ser que las instituciones no se sostienen reposteando correlaciones simplonas en redes sociales o repitiendo sus logros, sino incorporando a gente que salga a defenderlas cuando corran peligro.

Omar Awapara Director de la carrera de Ciencias Políticas de la UPC

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