Si uno se diese el trabajo de revisar estudios de diagnóstico de la economía peruana de hace 20 años, notaría que hay varias cosas que han mejorado mucho, y otras casi nada. Entre estas últimas se cuenta la amplia prevalencia de la informalidad laboral. Luego de reducirse algunos puntos porcentuales durante los años de mayor crecimiento económico, el progreso se estancó.
Sobre esto se ha hablado infinitas veces. Una de las taras que arrastramos al momento de tomar decisiones de política es asumir, en resumen, que todos somos empleados dependientes formales de una gran compañía altamente productiva, preferentemente ubicada en Lima. En un país en el que casi dos de cada tres trabajadores están en una mype y tres de cada cuatro son informales, este error es grosero. Pero, aun así, invertimos muchísimo tiempo y tinta en discutir ampliamente sobre AFP u ONP, las reglas de despido o suspensión perfecta, los impuestos a la planilla, y otros asuntos que honestamente le interesan solo a la minoría.
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Este mismo error, el de hablar y legislar para ese pequeño grupo formal, lo estamos repitiendo hoy en plena pandemia. Los protocolos, las fases de reactivación, las disposiciones del Ministerio de la Producción o del Ministerio de Trabajo y Promoción del Empleo, y todo lo que ocupa el centro de la discusión, son, de nuevo, para los menos.
Cierto: la actividad formal mueve casi 80% del PBI, y directa o indirectamente puede ser el motor de la informal. Además, lo que de manera algo simplista llamamos llanamente formal e informal es por lo general un espectro de grises de formalidad. La preponderancia económica de los formales de algún modo justificaba el énfasis en estas pocas empresas y trabajadores que pagan la mayor parte de los impuestos.
Pero hoy el paradigma es distinto. No estamos hablando de PBI. Si la preocupación principal en estos días es de salud y posibilidades de contagio entre la población, la mayor parte de la atención debería ponerse donde la mayoría de la población está. Que no hayamos podido ver algo tan obvio demuestra hasta qué punto ha calado esta miopía recurrente sobre quiénes y dónde están los trabajadores peruanos.
Para ponerlo toscamente: por cada hora de atención que le dedicamos a pensar sobre protecciones para los formales, corresponden –por peso poblacional– por lo menos dos horas de atención a los informales. Hoy la figura es, a lo sumo, inversa. En las cinco regiones con más contagios, por ejemplo, el 63% de los trabajadores urbanos son informales. El criterio es epidemiológico y en ese terreno los números de concentraciones humanas mandan, tengan o no tengan RUC.
No es solo inercia y costumbre, por supuesto. También es más fácil operativamente –y rentable políticamente– hablar sobre los formales. Poner reglas y protocolos para quienes, por definición, no se ajustan a reglas y protocolos es mucho más retador. Pero no significa que se deba tirar la toalla, sino todo lo contrario. Debería ser motivo para buscar –frenéticamente, si se puede– soluciones innovadoras y efectivas.
¿Por dónde pasan estas soluciones? Pues por donde pasa la gente. El transporte público –formal e informal– es un blanco obvio. La distribución masiva y gratuita de mascarillas y desinfectantes en puntos concurridos es costo-efectiva. Estrategias de economía conductual o psicología, en combinación con campañas comunicacionales sobre los riesgos y mejores prácticas de cuidado, pueden dar buenos resultados ahí donde la legislación laboral no llega. La responsabilidad individual y el interés propio en no contagiarse no se deben subestimar: son aliados fundamentales si se empodera a la persona. Ayuda monetaria adicional y temporal para que aquellos trabajadores informales con condiciones de salud de alto riesgo no se vean forzados a salir a trabajar también debe considerarse.
Nada de esto es de otro mundo. Se trata simplemente de ponerle más atención a la mayoría de trabajadores. Si no lo vamos a hacer en condiciones normales, por lo menos intentémoslo durante una pandemia.