"Esta subestimación genera, a su vez, una sobreestimación de la tasa de fatalidad, que es la proporción entre el número de muertes y el número de casos detectados".
"Esta subestimación genera, a su vez, una sobreestimación de la tasa de fatalidad, que es la proporción entre el número de muertes y el número de casos detectados".
Iván Alonso

Los epidemiólogos son gente más recatada que los economistas. Son pocos los que han salido en público a explicar cómo se propaga una enfermedad y cuál es la manera correcta de interpretar las cifras que día a día se nos ofrecen. Los economistas, a riesgo de autodenominarse expertos en un asunto que les es ajeno, han llenado ese vacío. Aunque la verdad de las cosas es que nada de lo humano le es ajeno a nadie, como decía un poeta latino.

Todos andamos pendientes de la famosa “curva”: si se aplana o no se aplana, si ya llegamos al pico o todavía, si después del primer martillazo se va a necesitar otro. Pero la curva, que describe el aumento en el número de casos detectados con el paso del tiempo, no nos dice exactamente la velocidad de propagación del virus, que es lo que quisiéramos saber. Hemos ido comprendiendo que el número de casos detectados depende principalmente del número de pruebas realizadas. A más pruebas, más posibilidades de detectarlos. El crecimiento de la curva puede significar que hay más contagiados o simplemente que nos estábamos demorando en diagnosticarlos porque no teníamos suficientes kits.

Las estadísticas a las que prestamos oídos, en este como en otros campos, no siempre responden a las preguntas que nos hacemos. Las pruebas se han hecho a la gente que presentaba síntomas. Eso tiene sentido desde el punto de vista médico, sobre todo cuando hay pocos kits disponibles, porque la prioridad es identificar a quienes necesitan atención inmediata. Pero no nos dice a ciencia cierta si el virus se está propagando. Solamente nos da un indicio: si más gente pide que se le haga la prueba, podría ser que haya más contagiados.

Para saber si el virus se está propagando y con qué velocidad, tendríamos que testear aleatoriamente a una muestra representativa de personas de distintos géneros y edades, con o sin síntomas, a la manera como se hacen las encuestas electorales, y hacerlo periódicamente para ver cómo sube o baja el número de infectados. Los resultados pueden ser interesantes, pero desconocemos si ayudarían a lidiar con la crisis.

Se ha criticado que los datos oficiales reportados por el Gobierno sumen los casos detectados con dos tipos de pruebas. Es cierto, dan distinta información: las moleculares buscan rastros del virus; las serológicas, de los anticuerpos que lo combaten. Como los anticuerpos desaparecen al cabo de un tiempo, las pruebas serológicas podrían no detectar los casos de las personas que ya se curaron. Una subestimación, digamos, benigna porque no son pacientes que requieran tratamiento; pero también lamentable porque no nos deja ver con claridad cuántos son los inmunizados.

Esta subestimación genera, a su vez, una sobreestimación de la tasa de fatalidad, que es la proporción entre el número de muertes y el número de casos detectados. Esa medida nos dice 2,7%. Si supiéramos realmente cuántos han tenido en algún momento el virus, tendríamos que dividir las muertes entre un número mayor de infectados, lo que nos daría una tasa más baja.

Creemos, sin embargo, que es más importante fijarnos en los casos “cerrados”. Por cada persona que ha muerto, 14 se han recuperado. Medida de esta manera, la fatalidad es de 6,5%. Pero, otra vez, no estamos contando a las que se curaron antes de hacerse la prueba. Si supiéramos cuántas son, el porcentaje sería menor.

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