En noviembre del año pasado se promulgó finalmente la ley de control de concentraciones empresariales o ley de control de fusiones, para decirlo en términos más coloquiales. Durante su larguísimo período de gestación, nadie –ni el Indecopi ni el Congreso– se preocupó por demostrar que las fusiones que hemos visto en el Perú hayan causado un perjuicio al consumidor. Simplemente se legisló.
La ley, como se sabe, somete al control previo del Indecopi toda fusión entre dos o más compañías que superen ciertos umbrales: en números redondos, ventas de más de 500 millones de soles entre todas y de más de 80 millones la más chica de ellas. Umbrales suficientemente altos para la economía peruana. Eso limitaba el alcance –y, en opinión de este economista, el daño potencial– de la ley.
La propia ley fijó un plazo de un año para reglamentarse. Se esperaba que el reglamento aclarara algunas dudas sobre los umbrales. ¿Se considera las ventas en el mercado interno nomás o también las de exportación? ¿Todas las ventas o solo las de aquellos productos comunes a las compañías que planean fusionarse?
Pero, lejos de responder estas preguntas en un sentido que hiciera aún menos restrictiva la ley, el proyecto de reglamento publicado hace un par de semanas por el Ministerio de Economía y Finanzas, amplía su alcance. Allí donde la ley dice que una fusión está sujeta a control previo solamente si las ventas de las “empresas involucradas” suman más de 118.000 UIT, el reglamento sopla e infla: el término “empresa involucrada”, dice, “comprende al agente económico participante en la operación y su respectivo grupo económico”.
Con este cambio, que es más que una simple reglamentación, se extiende el control previo –innecesariamente, por lo demás– a una gran cantidad de fusiones. Dos sangucherías de barrio tendrán que notificar a las autoridades su intención de fusionarse, si una de ellas pertenece a un inversionista que también es dueño de restaurantes, para que estudien si la concentración en el mercado de butifarras afecta la competencia en el de comida criolla. Un fondo de inversión que quiera comprar una cadena de peluquerías tendrá que reportárselo para que vean si eso le da poder de mercado en el negocio de los gimnasios o en el de las clínicas.
El reglamento altera, además, el orden del procedimiento en un caso particular que puede presentarse con frecuencia. Según la ley, la autoridad determina primero si una fusión producirá o no una restricción significativa de la competencia. Si la respuesta es no, la autoriza. Caso contrario, puede autorizarla sujeta a ciertas condiciones (la venta de un activo, por ejemplo). El reglamento, sin embargo, conmina a los interesados a presentar “compromisos” dentro de los 15 días hábiles de notificada la operación. Es como si las autoridades pidieran un sacrificio o un “gesto” antes de decir lo que piensan.
Por último, el reglamento no hace nada por evitar lo que parece inevitable: la politización del control previo. La ley ha dispuesto que los terceros con “interés legítimo” tengan acceso al expediente. El reglamento debería, por lo menos, definir qué se entiende por interés legítimo. Si no, las asociaciones de consumidores se sentirán con derecho; los competidores seguramente también; y, por supuesto, los congresistas… porque donde se hace deporte, ahí está Ovación.