No estamos en guerra. La guerra contra Sendero Luminoso terminó hace años. ¿Cuál es el propósito de esta “narrativa”, como se dice ahora? ¿Los gobernantes buscan asustar a los movilizados? ¿Disuadir a quienes se quieran sumar a las marchas? ¿Preparar el terreno para un eventual uso indiscriminado de la fuerza? ¿Seguir evadiendo responsabilidades ante los abusos cometidos?
Todos estos son seguramente fines de la estrategia oficialista; sin embargo, el objetivo más importante es uno no explicitado: cohesionar el máximo respaldo en torno al gobierno, utilizar el momento de la marcha y el clima belicista para ganar oxígeno político y lograr que el gobierno de la señora Dina Boluarte dure el mayor tiempo posible.
El primer ministro Alberto Otárola ha invocado a “las autoridades a aplicar, conforme a ley, el uso legítimo de la fuerza” (“Gestión”, 15/7/2023). Teniendo presente lo ocurrido durante las movilizaciones anteriores, lo responsable habría sido que convoque, más bien, al uso proporcional de la fuerza. En paralelo, se aplican controles extraordinarios en el ingreso a Lima: “Todos los ciudadanos […] serán identificados para tener un registro e impedir que ingresen a delinquir”, declaró el ministro del Interior al anunciar que destinaban a más de cien policías a la garita de Pucusana (“El Peruano”, 11/7/2023).
¿Por qué el Estado toma estas medidas frente a los ciudadanos que se movilizan hacia Lima? ¿De qué son sospechosos? La radicalidad de los controles y revisiones de las que están siendo objeto, además de una pérdida de tiempo y recursos, implica un trato humillante. Conociendo los informes acerca del sesgo étnico de la represión reciente, este es un ‘detalle’ que no se debe perder de vista.
Movilizarse hacia Lima en busca de la atención de las autoridades centrales del país no es una novedad ni es una práctica ajena a la historia republicana. A inicios del siglo pasado, después de un largo viaje, una delegación de indígenas de Puno se reunió con el entonces presidente de la República, Eduardo López de Romaña (1899-1903): “La tenacidad que mostraban señalaba la justicia de su causa, así como la existencia de una dirigencia empoderada y consciente de la existencia de una esfera pública nacional”, resume la historiadora Annalyda Álvarez Calderón en su libro “En búsqueda de la ciudadanía indígena: Puno, 1900 y 1930″ (Lima, 2021).
En 1921, en el contexto de movilizaciones en el sur, el entonces prefecto de Puno invocaba el viejo y hoy renovado mito de la manipulación. Así lo narra Álvarez Calderón: “[el prefecto] creía que los indios no se alzarían a menos que hubiesen sido engañados o instigados por ambiciosos que les prometían acabar con las haciendas, el derecho a elegir y nombrar a todas las autoridades y judiciales, la abolición de la ley de servicio militar obligatorio, así como los impuestos sobre el consumo de la sal, alcohol y coca”.
El esfuerzo del primer ministro por vincular la marcha con el narcoterrorismo del Vraem plantea de manera desafortunada los términos de la discrepancia. El mayoritario pedido de adelanto de elecciones generales, así como la renuncia de la presidenta Dina Boluarte y la protesta contra el Congreso son reclamos que están en el marco de la democracia, por más que algunos movilizados insistan en demandas equivocadas y fuera de lugar como la reposición de Pedro Castillo. Pero plantear el conflicto social como pugna entre enemigos irreconciliables es dividir más al país y alentar el uso desmedido de la represión.