La política fiscal en cualquier nación tiene marcados límites. No respetarlos es uno de los errores más destructivos y recurrentes. Esta recurrencia trasciende la plasticidad de los gestores fiscales. Refleja la tácita creencia de que los gastos fiscales los paga otro. Al grueso de los electores le cuesta creer que los impuestos destruyen, que las licencias monopólicas estatales solo producen pérdidas (que al final pagamos todos) y que las deudas del gobierno siempre se pagan y sus plazos siempre se cumplen.
Desdichadamente, nos han hecho creer que detrás de cada problema económico la causa es la desatención estatal (el déficit de Estado y la urgencia de inflar el gasto). Ya en círculos más intelectualoides, la cosa se maquilla. Allí, cualquier complicación tiene como cura alguna política pública (inflar el gasto estatal también), pero –como dije– aun para una burocracia cargada ideológicamente y abusiva existen restricciones implacables.
Estas se retratan en las dificultades de financiar el gasto. Para gastar –en un ambiente institucionalmente débil–, necesitamos recaudar impuestos (convencionales o inflacionarios), colocar deuda (a través del mercado o compulsivamente) o introducir licencias monopólicas para explotar a los consumidores (las ventas de los monopolios estatales). En los tres casos quebrar los límites tiene costos inmediatos y mediatos.
Para un socialista creyente (usualmente mal formado en materias económicas), la presión tributaria ideal debería estar cerca del 100% y las expropiaciones (los robos a la propiedad de otro, incluidos los ahorros y las jubilaciones) son una opción aconsejable... si hablamos del patrimonio de otros. Eso sí, cuanto mayor es el éxito patrimonial, más justificada sería la expropiación.
Reconociendo esto, regresemos a la actualidad.
El Gobierno Peruano hoy –en sus planos local, regional o central– opera en medio de un entorno externo menos favorable y más incierto, pero quiere gastar más. Algunos gobernantes locales intentarán gastar en infraestructura, equipamiento o sueldos introducidos en su gestión para ser recordados o reelegidos. Otros por la creencia de que el gasto estatal es un paliativo para la pérdida de dinamismo exportador y la reducción de influjo de inversiones privadas. Y algunos otros, lamentablemente, por afanes previsionales nada santos.
Esto nos debe inquietar. No solo porque no se opta por ordenar para gastar mejor (depurando planillas y cerrando instituciones o instancias de gobierno corrompidas o redundantes). La inquietud proviene debido a que hemos inflado el gasto al límite de lo que puede gastar una nación pobre, cuyo producto por habitante apenas supera la mitad del producto por habitante promedio mundial.
Continuar inflando el gasto no es inteligente. El gobierno ya dilapidó el superávit de años atrás. El 2013 fue de apenas 0,9% del PBI. Su escala nos costó el año pasado unos US$60 mil millones y su financiamiento significó una presión tributaria del 23% del PBI (entre tasas, contribuciones e impuestos) y una fuerte extracción de recursos a los consumidores (de 6% del PBI por los ingresos monopólicos de las empresas públicas).
Hoy ya no existe mayor holgura fiscal. Nuevas cargas tributarias difícilmente recaudarán. Los siguientes en la fila pueden ser los ahorros previsionales privados.