Gonzalo Ramírez de la Torre

Ni la Policía Nacional del Perú ni las Fuerzas Armadas comenzaron la violencia que, desde que anunció el golpe de Estado, desangra al país.

Los violentos enfrentamientos comenzaron por algunos grupúsculos delincuenciales, camuflados entre manifestantes, que desde que el aspirante a dictador fracasó en imponer su agenda autoritaria pusieron la mira en activos estratégicos del país, como aeropuertos, carreteras e instituciones públicas, atacándolas con fuego, piedras y armas hechizas. La violencia la iniciaron personas que, azuzadas y hasta involucradas en múltiples economías criminales (como la minería ilegal y el narcotráfico), se propusieron sembrar el caos en el Perú.

Todo en pro de la agenda de los que el 7 de diciembre del 2022 fueron expulsados como cálculos renales por el estado de derecho y puestos a disposición de las autoridades. Porque, así como se puede (y se debe) comprender que mucho del descontento emana de frustraciones y carencias reales e injustas, se debe tener claro que mucho de lo que se exige es abiertamente ilegal y procura la materialización de lo que el golpe pretendió: la impunidad del golpista, el cierre del Congreso y la convocatoria a una asamblea constituyente. En suma, la destrucción del Estado y sus instituciones.

El expremier Aníbal Torres lo dijo en su momento, al referirse a una potencial remoción de Pedro Castillo del cargo: “correrá sangre”, anunció. Y eso es lo que esa administración cocinó desde el día uno. No se puede olvidar, pues, el uso proselitista y antojadizo que se hizo de los llamados ‘consejos de ministros descentralizados’, sesiones en las que sobraban las promesas y también los ataques a la prensa y al Congreso. Tampoco se deben olvidar las constantes invectivas del Ejecutivo castillista contra el Ministerio Público y su campaña sistemática de victimización.

Un juego político perverso que, como expresa la virulencia de los levantamientos, está rindiéndoles frutos. Esto es lo que Castillo y Torres querían. Y es que, fieles a los orígenes de su doctrina, la izquierda radical considera a la violencia como un camino potable para sus objetivos y algunos hasta han aceptado con grotesco desparpajo que deben “politizar el dolor” que el trágico fallecimiento de más de 40 personas genera.

Frente a esta campaña, la estrategia del de ha sido lamentable. Nadie la va a acusar a ella ni a las fuerzas del orden de haber buscado, adrede, la muerte de decenas de peruanos en el último mes, pero es evidente que las medidas tácticas adoptadas para lidiar con las manifestaciones han sido paupérrimas, la inteligencia recabada no ha servido para tomar medidas preventivas o detener a los agitadores y los excesos han sido innegables.

El homicidio de decenas de personas, sobre todo de algunos transeúntes inocentes, es algo que no debe tolerarse. El Estado tiene que estar por encima de los criminales y someterlos al rigor de las leyes, no al de las balas.

El Ejecutivo debe tener claro que, desde que se instaló, entró en una batalla por la autoridad moral. Al comienzo la tuvo fácil, luego de que se cristalizara el desprecio hacia la democracia de su predecesor y sus adláteres. Lo que tocaba era preservar aquello que Pedro Castillo pisoteó. Tocaba colocarse del lado de la institucionalidad y administrar con asertividad y astucia el caos que las viudas del dictador se han empecinado en desatar.

Con tantos cuerpos a cuestas, y frente a manifestaciones violentas y acéfalas –no hay líderes distinguibles ni intenciones de dialogar–, Boluarte está en una posición complicada y el país no parece tener una salida clara de la crisis. Lo que debió quedarse en una discusión sobre la evidente criminalidad de Castillo y su golpe, ahora es una discusión sobre las capacidades de la presidenta para ejercer el puesto. Exactamente lo que buscaban los que por meses sembraron vientos para cosechar tempestades.