“A los funcionarios públicos debemos exigirles honestidad, competencia y espíritu de servicio, pero no son héroes ni mártires”. (Foto: GEC).
“A los funcionarios públicos debemos exigirles honestidad, competencia y espíritu de servicio, pero no son héroes ni mártires”. (Foto: GEC).
/ DIANA CHAVEZ
Diego Macera

Estar ‘chihuán’ –como referencia a pasar por aprietos económicos– es una expresión que se popularizó a partir de un de la excongresista Leyla Chihuán. Ella señaló que su salario de parlamentaria no era suficiente para costear su ritmo de vida. Con poca empatía, congresistas de distintos partidos han repetido –de una forma u otra– la queja de Chihuán. El resultado es una comprensible indignación popular que compara los salarios promedio o el salario mínimo con el sueldo de congresista.

Con la elección congresal a pocos días, no han faltado quienes han sugerido reducir significativamente la remuneración de los parlamentarios, o incluso que hagan su trabajo ad honórem. En vista de que el artículo 92 de la Constitución prohíbe a los congresistas “desempeñar cualquier cargo o ejercer cualquier profesión u oficio durante las horas de funcionamiento del Congreso”, y ejercer cualquier otra función pública (excepto la de ministro), la pregunta obvia es, ¿quién estaría dispuesto a ser congresista por un salario simbólico o apenas una pequeña fracción del actual?

Son cuatro los tipos de persona que aceptarían un encargo así. Los primeros: aquellos que son suficientemente solventes –dadas sus rentas, utilidades, alquileres, etc.– para mantener su nivel de gasto sin generar ingresos por trabajo. Algunas personas mayores, ya sin carga familiar, que hayan podido acumular patrimonio durante su vida laboral entrarían en esta categoría acomodada, pero un Congreso formado exclusivamente por gente que no necesita trabajar para vivir holgadamente sería poco representativo.

Los segundos: quienes consideran que un bajo salario, (casi) garantizado por los cinco años que dura el período parlamentario, es su mejor alternativa económica. En otras palabras, personas con pocas opciones lucrativas en el sector privado. Es justo preguntarse cuál sería el nivel de las competencias que alguien con esas características laborales podría aportar al funcionamiento de algo tan complejo como el Congreso.

En tercer lugar están los infaltables: quienes entienden la función pública como un botín. Para los corruptos de turno es irrelevante el salario oficial; ellos ‘trabajarían’ gratis, pues sacarán la tajada grande de la negociación turbia con obras públicas y ‘lobbies’ malsanos. Estos son los últimos personajes que quisiéramos atraer al Congreso.

Finalmente, están los profesionales trabajadores, capacitados y honestos que –sin ser millonarios– podrían quizá sacrificar sus actividades privadas, ajustar gastos como puedan y vivir principalmente de los ingresos de su pareja, familia, o alguna fuente similar. ¿Cuántos de verdad estarían dispuestos a hacerlo en un acto de desprendimiento? A los funcionarios públicos debemos exigirles honestidad, competencia y espíritu de servicio, pero no son héroes ni mártires. Parte de su remuneración puede ser emocional, pero eso no paga la luz y el mercado.

Más aún, al prohibir torpemente la reelección congresal, se eliminó la posibilidad de que algunos profesionales valiosos con interés en hacer vida partidaria opten por la carrera política. En la legislación actual, se pide que alguien renuncie a su actividad privada, se embarque en una aventura de cinco años, y luego vea cómo reinsertarse al mercado laboral. Esa es una incertidumbre demasiado grande para muchos, sobre todo para quienes deben mantener una familia con su trabajo. Si a esto se le suma el desprestigio que inunda hoy el Congreso, lo que se obtiene es un círculo vicioso en el que cada vez menos de estos profesionales se animan a participar de partidos o lanzar una campaña. El resultado es un peor Congreso que el anterior, y la espiral de deterioro continúa.

Las remuneraciones de los funcionarios públicos siempre serán materia sensible, pero eso no significa que se pueda tratar con irresponsabilidad. Cuando en el 2006 se redujeron los sueldos en el Poder Ejecutivo en un arranque populista, se produjo una salida de profesionales de la que hasta ahora el sector público no se recupera del todo. Lo último que necesitamos ahora es demagogia que debilite aún más otro poder del Estado.

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