La crisis política va a proseguir y se han destapado nuevos boquerones. El intento fallido de golpe de Estado de un presidente fallido ha sido solo el último episodio de la última temporada del drama que no se inició el año pasado. Como todo boquerón, no se puede tapar con piedritas, pues la precariedad de la política es extrema. Si bien se ha logrado frustrar una pantomima de golpe de Estado, cuyo protagonista debe pagar por su osadía, lo cierto es que todo esto no es sino el triunfo de las fuerzas antidemocráticas, dispuestas a sabotear y petardear las instituciones, ya de por sí débiles.

La presidenta no tiene una reconocida trayectoria política. Y sin apoyo partidario, bancada parlamentaria u organización social, tiene una gran debilidad de saque. El nuevo Gabinete no es precisamente el necesario para estas tempestades. Está compuesto por profesionales con experiencia y formación en sus sectores, pero carece de trayectoria política y lleva a la cabeza a un premier cuestionado por sus antecedentes.

Sobre el de Dina Boluarte todos saben cuándo empezó, pero nadie puede asegurar cuánto durará. Es que, como señalamos, la crisis ha abierto un nuevo boquete. El fin del gobierno de Pedro Castillo puso en evidencia la confusión que trajo su anuncio de golpe de Estado al tratarlo como un tema jurídico cuando es eminentemente político. El solo anuncio lo puso al margen de la ley por atentar contra el corazón mismo de la Constitución, no por “incapacidad moral”, sino por tratarse del jefe del Gobierno y jefe del Estado, el del mayor poder representativo y que simboliza a la nación.

Pero lo más importante es el detonante que ha producido las movilizaciones en diversas regiones del país. Es la expresión violenta de todo lo acumulado en los últimos años habiéndose acrecentado las fracturas sociales y económicas. Se han combinado protestas sobre problemas sociales y ambientales con un furibundo rechazo al Congreso, que van confluyendo para exigir adelanto de elecciones, asamblea constituyente e incluso la libertad de Castillo. La represión policial no acabará con la protesta e incluso le puede dar oxígeno y llamas. Es, pues, una tarea política, más que represiva y legal.

Es decir, las demandas van desde que se vayan todos hasta que se gobierne y solucionen los problemas básicos y desatendidos. Esto exige, además, una profunda higiene de la administración pública de aquellos que accedieron sin cumplir con las condiciones mínimas requeridas y los que fueron a medrar en los diversos sectores del aparato público. Esto último distanciará a Dina Boluarte de Perú Libre y cercanos, que ya han tomado distancia de su gobierno. Pero hacer concesiones –difícil saber cuáles– a los manifestantes la alejaría del bloque conservador del Parlamento.

Por el lado del Congreso, algunos se dan cuenta de que debilitar al Gobierno puede desembocar en su caída y adelanto de elecciones. Otros, en cambio, quieren presionar para seguir consiguiendo prebendas y canalizar intereses mafiosos mientras dure el mandato. Lo curioso es que varios que se oponían al adelanto de elecciones ahora aparecen como sus entusiastas abanderados. Pero una cosa es la explosión y el boquete, y otra la reconstrucción. Allí todos pueden hablar, pero no todos son ingenieros.

El gobierno de Dina Boluarte tiene entonces que lidiar con un Parlamento que no genera confianza, con un Gabinete con agujeros y, sobre todo, saber aplacar las manifestaciones, cuya dinámica está trepando con ira. Y si no hay un manejo adecuado, puede convertirse en el centro de los ataques, con lo que su tiempo regresivo empezará.

Fernando Tuesta Soldevilla es profesor de Ciencia Política en la PUCP