El fin de semana pasado fui a ver la película “La última tarde”, de Joel Calero. La historia empieza con una pareja que tiene que esperar por varias horas a que regrese un juez para finiquitar su divorcio. Es a través del diálogo que se produce cuando salen a matar el tiempo, que el espectador se va enterando que ellos, mientras estuvieron casados (en sus veintes), militaron en una organización subversiva (probablemente el MRTA). También, que no se han visto en casi 20 años. Precisamente, desde que ella se dio cuenta de que era una locura arriesgar la vida por algo que cada vez tenía menos sentido, y huyó dejando atrás militancia y marido.
La película me gustó. La historia es creíble, los personajes están bien construidos, y las actuaciones son muy buenas. Además, me pareció correcto el tono con el que trata temas tan diversos como las relaciones de pareja y la “consecuencia” política.
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No todos comparten mi opinión, por supuesto. Algunos buenos amigos consideran que historias como esta, que retratan a miembros de un grupo terrorista como personas con sentimientos y emociones, ayudan a redimirlos.
Yo discrepo. Los personajes de esta película son mucho más que viejos cuadros de una organización terrorista y sería un error reducirlos a tal condición. Tanto como lo sería definir al Zavalita de “Conversación en La Catedral” en función del grupo político al que perteneció (uno de izquierda bastante radical, según recuerdo).
La historia que nos cuenta Calero es una de amor, de desilusión, de culpa, de resentimiento, de miedo. La militancia de los personajes solo provee el contexto y sirve de catalizador del drama, como en otras películas lo hace pertenecer a bandos opuestos de un conflicto, ser capos de la mafia o vivir en el futuro.
Por otro lado, es innegable que los terroristas son seres humanos que enfrentan los mismos dilemas morales que cualquiera de nosotros. Es precisamente su decisión de hacer el mal, de asesinar a gente inocente para perseguir objetivos políticos, lo que los hace merecedores de las penas a las que han sido condenados. Mostrarlos como seres capaces de sentir amor no tiene por qué eximirlos de sus crímenes. De hecho, si fuesen seres que solo saben odiar, serían inimputables, pues nunca hubiesen tenido otra opción que hacer el mal. Y más que parecerse a Abimael Guzmán u Osama Bin Laden, se parecerían a los villanos de las películas de superhéroes.
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Quizás el problema de fondo sea el temor a que esta humanización genere empatía, y que ello cuestione la dureza con la que han sido castigados. Peor aun, que genere una corriente de opinión a favor de su liberación, por lo que sería más conveniente pintarlos como seres bidimensionales. Si bien me parece una preocupación válida, creo que eso solo podría suceder si nos olvidamos de sus víctimas. Y no creo que ello sea posible, pues además de los miles de muertos, nosotros, los sobrevivientes, también lo fuimos.
Las buenas películas (como los buenos libros y obras de teatro) tienen en común, además de hacernos reflexionar, que pueden ser discutidas desde más de una perspectiva. Esta es una de ellas. Vayan a verla.