Más allá de las personalidades y las peculiaridades urbanas o regionales, los comicios del domingo dejaron otra vez una lección clara. Vivimos en una economía tremendamente informal.
Desde hace más de cinco décadas hemos tolerado que la burocracia —a nombre del rol del Estado— quebrase todos los límites que no debió cruzar, despojando ahorros y propiedades y convirtiendo el aparato estatal en un botín para aventureros políticos, burócratas y mercaderes. Una sociedad donde los impuestos, las regulaciones y los cambios de reglas crecen arbitraria e ininterrumpidamente.
Hace varias décadas nuestra gente empezó a tratar de escapar de este ambiente. Algunos corrieron hacia el exterior y otros, hacia el lado subterráneo o informal. Los que no quisieron escapar quedaron atrapados en el entorno de arbitrariedad y sobrecarga tributaria y regulatoria (del que aún se quejan).
En esta sociedad, Lima se convirtió en la antesala de fugar hacia el exterior y las provincias, territorios donde la burocracia no se atrevía a ingresar, con la excepción de ciertos yacimientos o ciudades.
En este ámbito, de cuando en cuando, los informales eligen a quienes nos gobiernan. Carentes de claros derechos de propiedad y ahorros, y expuestos a cumplir la ley pocas veces, a los informales les importa poco que la burocracia de turno irrespete los derechos y ahorros de otros (los formales). Aquí, los formales —aproximadamente un quinto de la población— resultan estadísticamente poco relevantes en las elecciones. Un detalle crucial de este ambiente es reconocer que los intereses cortoplacistas de informales y formales no coinciden. Por lo tanto, no debe sorprender a nadie que las calidades gubernamentales e institucionalidades se encuentren deterioradas.
Es cierto, algo hemos mejorado económicamente desde principios de la década de 1990, pero recurrentemente las taras sociales reemergen. Nuestros jueces no aseguran justicia, los policías no protegen y los maestros no enseñan como deberían. La mayoría toma esto como aceptable.
En las elecciones pasadas —incluidas las del domingo— han prevalecido los presupuestos abultados de todo origen y los candidatos chichas o achichados (que han entendido quiénes escogen). Lima, Cajamarca o Trujillo resultan casos emblemáticos en esta dirección. Los cada vez más opacos partidos políticos locales no parecen siquiera darse cuenta en qué sociedad están parados.
Los informales eligen, el resto comenta... e inventa 545 explicaciones ad hoc.
Se acercan las elecciones generales del 2016 y no hay ninguna razón para anticipar cambios significativos. Si usted desea ser candidato, recuerde al menos dos cosas. Necesitará muchos recursos financieros, pues enfrentará una competencia febril. Y es que el botín, en una nación institucionalmente débil, resulta cada vez más apetitoso. Además tenga en cuenta quiénes eligen y... ofrézcales lo que quieren escuchar. Recuerde a Paul Samuelson: lo que ellos quieren escuchar es lo que nunca pasará. Después no se queje. Escogerá gobernar un territorio complejo, por decir lo menos.