¿Qué opina usted sobre el desempeño del Ministerio de Apoyo a las Regiones (MAR)? ¿O sobre los resultados del programa “De vuelta a la cancha” para reinsertar a los adultos mayores en el mercado laboral? Si no le suena familiar nada de esto, es porque –a pesar de haber figurado en el plan de gobierno del PPK– son ideas que nunca se llegaron a implementar. La mayoría de metas del plan al 2021, como subir a 17% la presión tributaria o bajar la victimización a 10%, obviamente tampoco se cumplieron. De hecho, de los seis principales objetivos económicos del plan de gobierno, solo se alcanzó uno: subir el salario mínimo.
Es cierto que fue un período muy difícil, cargado de crisis inesperadas, un Congreso hostil, vacancias, y con una brutal pandemia de cierre. Pero aún metas iniciales modestas que dependían plenamente del gobierno tampoco se realizaron. Y vale recordar que Martín Vizcarra fue elegido vicepresidente bajo el mismo plan, que debía continuar.
Ahora, sería injusto hacer esta reflexión solo contra el Ejecutivo anterior. Las mismas conclusiones se desprenden de la lectura del plan de gobierno del 2011 de Gana Perú, titulado La Gran Transformación, y que no se llegó a implementar del todo. Aunque cueste reconocerlo a quienes quieren ver una campaña electoral basada en la discusión de políticas públicas, la verdad es que los planes de gobierno nunca han importado demasiado, y no hay mayor motivo para pensar que esta vez será diferente.
Que esto sea una realidad constatable, por supuesto, no implica que sea justificable o que debamos resignarnos a ella –los electores tenemos como mínimo el derecho a saber qué piensa hacer el partido elegido, y este tiene la obligación política de cumplir lo prometido–. Pero sí implica que al momento de elegir un candidato haríamos bien en buscar indicadores o señales que complementen un plan de gobierno que quizá termina de posavasos el 29 de julio.
Un primer indicador es el equipo que rodea al candidato presidencial: quiénes lo asesoran, quién lidera la discusión económica o de política interna, quiénes encabezan sus listas al Congreso en Lima y en las regiones más grandes, etc. El presidente, después de todo, no gobierna solo. Se requieren llenar varios cientos de puestos clave en la administración pública, y esa selección puede bien marcar el tono de la administración entrante.
Otro buen indicador es la solidez de sus respuestas a dos temidas preguntas de campaña: “¿cuánto cuesta y cómo va a pagar eso?”. Algunos candidatos proponen, por ejemplo, financiar sus inverosímiles propuestas de campaña –como la insistencia en la devolución de los aportes a la ONP– con las “deudas por cobrar” de la Sunat. Sin embargo, como bien se sabe, esas deudas en disputa son precisamente eso, en disputa. La Sunat podrá tener razón en algunas, y en otras no. Y más allá de ello, sería un absoluto abuso del Ejecutivo influir en fallos del Poder Judicial o del Tribunal Constitucional al respecto.
Finalmente, la historia reciente nos demuestra que la capacidad para implementar cualquier plan de gobierno depende de los puentes que se puedan tender con otras tiendas políticas. De poco sirve votar por un candidato con un plan de gobierno financiable e ideas muy alineadas a las propias si este, una vez elegido, no será capaz de encontrar consensos políticos suficientes para sacarlas adelante.
Los planes de gobierno descartables son un síntoma de la crisis partidaria, de representatividad, y de rendición de cuentas de la política peruana. Nadie los toma muy en serio ahora ni después. Sentar las bases para que no sean papel mojado es prioritario. Pero mientras eso sucede, los electores tendremos que buscar otras maneras de realizar una votación informada y no preguntarnos qué fue de ese ministerio que me prometieron.
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