En términos políticos, el Perú vive una vorágine de cambios cuyo rasgo principal es la combinación aparentemente contradictoria de autoritarismo con informalidad. Sobre lo último, basta referirse a los cambios que trae la Ley 842 sobre el transporte público, que anula la exigencia de que los conductores de aplicaciones de taxis “no figuren en el subregistro de personas condenadas por delitos contra la libertad sexual, la vida de mujeres, niños y adolescentes, así como violencia familiar, feminicidios, explotación sexual, entre otros” (El Comercio, 8/6/24).
Los cambios proinformalidad se fusionan en una sola marea con reformas de la Constitución de 1993 a la que casi le han quebrado el espinazo. Razón tiene la constitucionalista Erika García Cobián al afirmar que el impacto no se mide solo ni principalmente por el número de artículos modificados –varias decenas–, sino por la afectación a su contenido esencial. Los cambios alteran principios básicos como el balance y la separación de poderes y la autonomía de los organismos constitucionales, así como el control y la colaboración entre ellos.
Se puede estar de acuerdo o no con la reinstauración del Senado, pero es imposible validar su refundación como un ente superpoderoso con veto sobre cualquier iniciativa o proyecto legislativo. Eso, además de suspender o inhabilitar a altos funcionarios de otros poderes del Estado y de organismos autónomos, junto con la atribución de nombrar al Tribunal Constitucional, a tres miembros del BCR –y su necesario acuerdo sobre su presidente–, al defensor del Pueblo y al contralor, a propuesta del Ejecutivo. Algo más: si se aprueba la nueva reforma constitucional, el Senado elegirá a los jefes de la ONPE y el Reniec.
Las reformas en proceso de aprobación no solo afectarían el control y los contrapesos en la estructura política del Estado. También se mellaría la legitimidad del sistema de justicia con la eliminación de la Junta Nacional de Justicia –ente técnico externo, aprobado en el referéndum del 2018 por el 86% de la ciudadanía– y su sustitución por la Escuela Nacional de la Magistratura. Como antiguamente, la selección y el control interno se transferirían a un organismo integrado por los propios jueces y fiscales.
Esta mezcla de informalidad y autoritarismo tiene un pernicioso doble efecto: socava los pocos avances logrados en el camino de fortalecer la autoridad del Estado y debilita los principios básicos del Estado de derecho. Los cambios aprobados en primera votación parecen partir del supuesto de que sus promotores seguirán gobernando después del 2026.