Diane Coyle, una profesora de la Universidad de Cambridge, publicó hace unas semanas en estas mismas páginas un artículo en el que se preguntaba qué reemplazará al producto bruto interno (PBI) como indicador del bienestar nacional. Coyle es autora de un interesante libro titulado “GDP: A Short But Affectionate History” (que ha sido traducido como “El producto interno bruto: Una historia breve pero entrañable”), en el que relata cómo la idea de un indicador del valor total de la producción de un país fue tomando forma hasta convertirse en la medida universal del progreso económico.
Algunas de las mejores mentes de la ciencia económica, como Simon Kuznets y sir Richard Stone, se abocaron a la tarea de definir el PBI, sistematizar sus componentes, eliminar duplicidades. Ninguno de los dos, dicho sea de paso, concebía el PBI como una medida del bienestar. Su objetivo era más modesto: medir el ingreso nacional, o sea, la suma de los ingresos de los habitantes de un país, que es esencialmente lo mismo que medir el valor de la producción.
El bienestar, siendo más importante, es también más subjetivo. El PBI valoriza la producción a precios de mercado, que son, en principio, observables. Cuando no hay precios de mercado observables, como es el caso de los servicios que el gobierno presta gratuitamente a la ciudadanía, la producción se valoriza al costo: los sueldos de la administración pública, los precios de los materiales empleados, etc. Otras actividades, como el trabajo doméstico que hacen los miembros de una familia, simplemente no se valorizan porque no hay transacciones de por medio.
Nada de eso ha cambiado desde que se inventó el PBI. Lo que sí ha cambiado y siembra la duda sobre su utilidad presente y futura es la creciente participación de los servicios en la actividad económica. Algunos servicios son difíciles de medir. Contar cuántos cortes de pelo hace un peluquero es sencillo. Pero contar cuántos préstamos otorga un banquero o cuántos juicios lleva un abogado no lo es porque las unidades son heterogéneas. El problema se resuelve valorizando la producción al costo, como se hace con los servicios gubernamentales.
Las mayores dudas, sin embargo, tienen que ver con la llamada economía digital. ¿Cómo aquilatar la contribución de las redes sociales y las aplicaciones, que hacen la vida más fácil o más entretenida y no tienen un precio de mercado?
El problema no es muy distinto a otros que ya hemos enfrentado. Facebook se ofrece sin costo alguno para el usuario, tal como la televisión de señal abierta. En ambos casos, contabilizamos como parte del PBI el costo de la publicidad que pagan los anunciantes. Que eso no refleje el impacto en el bienestar de los usuarios no es el punto; recordemos que el objetivo no es medir el bienestar, sino las transacciones de mercado.
Las aplicaciones han cambiado el mundo menos de lo que parece. Usted puede pedir una hamburguesa desde su teléfono sin necesidad de hablar con un humano, pero la hamburguesa que le llega a su casa es igual a la que sirven en el restaurante. El recargo que le cobra la app mide su contribución al PBI. Hay, por supuesto, apps que han traído servicios nuevos; pero siempre ha habido servicios nuevos, que los estadísticos han ido incorporando progresivamente.
Los reportes de la muerte del PBI están groseramente exagerados.