Este miércoles, un equipo periodístico del dominical “Cuarto poder” fue por del distrito de Chadín, en Cajamarca, y forzado a leer un comunicado al aire, so pena de ser ajusticiado por los matones. “Nos rectificamos como prensa a no hacer daño al central”, se les obligó a decir, y tuvieron que pedirles “disculpas a las rondas campesinas del distrito de Chadín, y a nivel nacional, por no actuar de acuerdo a la verdad”.

Sería un error peligroso minimizar la gravedad de este hecho. No hay pretexto “cultural” (ha habido mucho de esto en las redes sociales) que valga para sacudir de polvo y paja a quienes claramente han cometido un crimen y deberán pagar por él como los ciudadanos comunes que son. Un crimen que, además, trasciende el haber privado de su libertad a un grupo de personas –algo terrible por sí solo–, pues se agrava por ser un descarado atentado contra las libertades de expresión y de prensa.

Lo más probable es que los delincuentes hayan actuado ‘motu proprio’, aunque su lealtad fanática y descaminada al jefe del Estado es evidente. Pero es importante que este evento no sea visto como un acontecimiento aislado. La historia de este secuestro tiene meses y es el colmo de un clima de agresión hacia la prensa que el presidente y su equipo han propiciado incluso desde antes de asumir el poder.

De hecho, este Ejecutivo aprovecha cada oportunidad que tiene para limitar e insultar a la prensa. En la puesta en escena que son los Consejos de Ministros Descentralizados, acusar a los medios de comunicación de mentir sobre los indicios de corrupción en el Gobierno ya es tradición. También lo es que la seguridad del mandatario lo acorace para bloquear a los reporteros en cada acto público. Y la ley mordaza, con la que esta administración quiere meter presos a los periodistas que publiquen filtraciones de la fiscalía, es una muestra de que no tendrán vergüenza de hacer oficial el acoso y la intimidación que profesan.

Pero lo ocurrido con el secuestro de periodistas en Cajamarca da cuenta de una dimensión más preocupante de este problema: este discurso puede calar lo suficiente en los simpatizantes del presidente para traducirse en violencia. Una consecuencia que cualquier persona con poder debería siempre prever. Sobre todo, porque no es la primera vez que algo así ocurre. Por ejemplo, en mayo del 2021, en Ayacucho, luego de que el entonces candidato Castillo despotricara contra los medios de comunicación en un mitin (donde llegó a amenazar con dar a conocer los sueldos de los conductores de algunos noticieros), sus simpatizantes persiguieron e insultaron a una reportera de Canal N, Stephanie Medina.

La lección (aunque es más una advertencia) que nos deja todo esto es que la verborrea autoritaria del Gobierno avala y, por ende, incita este tipo de actitudes. Pero también hay que decir que este, aunque es el principal culpable, no está solo en su asedio a la prensa. En el Congreso, por ejemplo, se aprobó en febrero en la Comisión de Justicia un proyecto de ley casi idéntico a la mordaza que acaba de presentar el Ejecutivo para castigar la filtración de información. Y hasta hace poco el líder de Alianza para el Progreso, César Acuña, quiso meter a la cárcel a un periodista que escribió un libro sobre él. Estamos, en fin, ante un fenómeno instalado en nuestro presente político.

Ayer, el presidente buscó deslindar del secuestro y aseguró que respeta las libertades de expresión y de prensa. La realidad y su comportamiento demuestran que eso es una mentira. Y las consecuencias las estamos viendo.