Entre los años 1700 y 1850, según los cálculos de los economistas e historiadores que han intentado reconstruir las cuentas nacionales de la época, el ingreso promedio por habitante en Inglaterra se multiplicó 16 veces. Como si una persona que gane el sueldo mínimo de 750 soles pasara a ganar 12.000. Un salto de esa magnitud, extendido a lo largo de un siglo y medio, equivale a un crecimiento anual de 2%. Hoy nos impacientamos frente a tasas semejantes, pero no dejamos de admirar ese fenómeno histórico que conocemos con el nombre de Revolución Industrial.
Los primeros intentos de explicación de la Revolución Industrial buscaron sus causas en los avances tecnológicos. La hiladora de algodón, la máquina de vapor, el ferrocarril y otros inventos redujeron los costos de producción y transporte y facilitaron, así, la expansión de la industria manufacturera y el comercio internacional. Pero esas no son las causas; son la Revolución Industrial misma.
Fueron seguramente las perspectivas de obtener y conservar enormes ganancias personales lo que motivó a gente como Richard Arkwright, James Watt y George Stephenson a desarrollar los nuevos artefactos que, a la vez que reemplazaban la fuerza motriz del hombre por el vapor o el carbón, generaban muchas más oportunidades de trabajo en el sistema fabril. Algo tenía que haber de especial en ese momento particular que creara los incentivos para esa sucesión de invenciones que transformó la economía británica. Después de todo, también en los siglos XIII y XIV hubo innovación tecnológica, pero no hubo Revolución Industrial.
Una nueva corriente de pensamiento reubicó, entonces, las causas en la protección de los derechos de propiedad y el imperio de la ley (‘rule of law’) que diferenciaban a Inglaterra de otros países, particularmente los del continente europeo. El problema con esta explicación es que supone un acto de iluminación colectiva –quién sabe, en un ‘pub’– mediante el cual los ingleses decidieran que a partir de una fecha determinada comenzaría a regir en su país el Estado de derecho tal como lo concebimos en la actualidad. Y, sin embargo, el tránsito a una economía industrial no estuvo exento de interferencias políticas ni de las protestas de la turba, a veces violentas.
El Estado de derecho parecería haber sido, más bien, el resultado de una afirmación gradual de los derechos de propiedad y la libertad de comercio. Visto en retrospectiva, fue una respuesta eficaz a los desafíos que amenazaban la Revolución Industrial, más que un diseño institucional –si nos permite el lector una expresión tan pomposa– que se adelantara a los hechos. Fue gracias a que Inglaterra encontró esa respuesta que la innovación y el crecimiento económico pudieron sostenerse todo ese tiempo y más.
Esta interpretación –sugerida por la lectura reciente de un libro, “The Enlightened Economy”, del profesor Joel Mokyr, historiador económico de la Universidad Northwestern, en Illinois– contiene para nosotros un rayo de esperanza. Las protestas sociales que aparecen “espontáneamente” para trabar cualquier proyecto de magnitud importante en el Perú pueden ciertamente terminar por descarrilar el crecimiento económico de los últimos 20 años. Pero si nuestras autoridades encuentran la manera de hacer que prevalezca la ley, podremos seguramente seguir creciendo por muchos años.