Ley de Alimentación Saludable. (Foto: archivo)
Ley de Alimentación Saludable. (Foto: archivo)
Franco Giuffra

A estas alturas, queda claro que el asunto del etiquetado nutricional de alimentos procesados no va merecer en el Perú un tratamiento científico sino político y, además, impredecible. Apenas 24 horas después de que los octágonos parecían favoritos, los semáforos le dieron una volteada al partido.

Ni una ni otra propuesta parece tomar en cuenta la voluminosa literatura y las experiencias de otros países sobre los alcances, limitaciones y resultados reales de estos diferentes métodos de etiquetado.

Lo que sabemos con alguna certeza es que la obesidad y el sobrepeso no se deben principalmente a la existencia de alimentos procesados en las góndolas; que el formato prevalente en Estados Unidos y Europa son las guías diarias de alimentación –GDA– (sin colores); que el impacto real del etiquetado es muy limitado; y que el fenómeno tiene una complejidad enorme e incluye cuestiones culturales, raciales y de estilos de alimentación. En Estados Unidos, la tasa de obesidad de los latinos es catorce veces más alta que la de los asiáticos, por ejemplo.

Poco se gana con enfocarse en advertencias y guías aplicadas a los alimentos industrializados. La gente no lee o no entiende. Todos los estudios sobre la efectividad de las GDA demuestran que son, para la mayoría, incomprensibles.

Sobre los octágonos existe menos información, porque su aplicación es limitadísima y reciente. Nadie ha demostrado que reducen la obesidad o el sobrepeso. Algunas personas cambian sus hábitos de compra y algunos fabricantes cambian sus formulaciones, pero se ignora si esto consigue que la gente no engorde.

Esto se debe a que la participación de los alimentos procesados en la dieta diaria de una persona es muy menor, y menor aún entre los más pobres. El Gobierno te advierte de consumir menos golosinas, pero luego uno se arrima un plato de arroz con papa en el desayuno, almuerzo y comida.

El uso de GDA con colores, algo parecido a lo aprobado el martes, no existe en Europa. Mucho estigma contra las cosas tradicionales, dijeron en su momento los fabricantes europeos. Una cuña de queso parmesano sacaba dos colores rojos (sal y grasa), mientras que una Diet Coke sacaba puro verde.

En fin, todo indica que esto se va a legislar sin atender las evidencias y ya veremos qué nos toca en suerte a nosotros cuando la decisión se discuta en el pleno congresal. Al margen del método que finalmente se apruebe, hay algunas cosas que se deben tener en cuenta para limitar el efecto negativo de la propuesta.

El impacto en las pymes puede ser terrible. Los gastos de laboratorio para determinar los porcentajes de sodio, grasas, azúcar y el número de calorías de sus productos serán enormes.

En Inglaterra, los productores que venden menos de 1,5 millones de libras esterlinas al año están exonerados de toda norma sobre etiquetado. Igualmente, quienes solo venden en sus comunidades cercanas e inmediatas, hasta 30 kilómetros de sus centros de producción.

Otra cosa: el manual de etiquetado no puede exigir que las advertencias sean pre-impresas. Hay que permitir los stickers porque una pyme no puede usar empaques preimpresos, sino bolsas y recipientes anónimos con etiquetas adheridas.

Otra más: la ubicación de las advertencias. Podría exigirse que sean en la cara frontal, pero no necesariamente en la sección superior derecha. El rediseño de los empaques se complica mucho con esta restricción.

Finalmente, hay que pensar en los alimentos importados. No es posible prohibir los stickers o exigir una ubicación exacta. Eso puede tapar la marca o la descripción del producto y, eventualmente, crear problemas con la Organización Mundial del Comercio porque constituiría una nueva barrera para-arancelaria.

Es decir, si vamos a legislar mal sobre este tema, por lo menos que sea lo menos malo posible.

(*) El autor trabaja en una empresa alimenticia.