Optimismos y pesimismos, por Carlos Adrianzén
Optimismos y pesimismos, por Carlos Adrianzén
Carlos Adrianzén

El nuestro es un país de gente pesimista. Esperamos que nada bueno pase. Déjenme explicarles este punto. Para hacerlo, nada mejor que reconocer que la palabra ‘optimista’ es percibida aquí como muy positiva. Se asocia –no siempre con fundamento– a personas constructivas y capaces. En cambio, la etiqueta ‘pesimista’ se asocia con la negatividad, la desazón y hasta la pereza. Nos ayuda mucho en este punto reconocer nuestro esquizofrénico sesgo hacia la retórica y a los secretos a voces. Los peruanos hiperponderamos lo que comemos, nuestras supuestas riquezas, la habilidad de nuestros futbolistas o la calidez de nuestra gente. En este mundo de encantos asumidos es lógico que caigamos habitualmente en la autocomplacencia. Y la discusión económica no es la excepción.

Hace algunos años cambiamos de rumbo económico. Pasamos del extremo estatismo posterior a la a ser otra economía latinoamericana con un cercano al promedio mundial. Con este salto nos han hecho creer que estamos condenados al progreso y que cualquier punto de vista que cuestione esta condena es una posición pesimista. Y que, en cambio, quien sostenga que todo lo estamos haciendo bien razona constructivamente, aporta. Es decir, es optimista. Pero la realidad no siempre es amiga de la retórica. 

Por más encantador que nos parezca algún periodista afiebrado o un elegante banquero de inversiones que desprecie la data y nos venda ilusiones, la situación y tendencias del país no son tan favorables. 

Claro que usted puede creer el cúmulo de percepciones económicas halagadoras que hoy se escriben sobre la economía peruana. Y puede sentirse complacido. Lo que no puede es obviar la realidad. Las exportaciones se caen, tenemos una brecha externa crecientemente desequilibrada, el superávit fiscal ya es una especie en camino de extinción. Si hacemos algún estimado de la depreciación, el ritmo de crecimiento de la inversión en nuevas capacidades productivas ya resulta negativo. Aunque la inversión minera en el país se acerque a los US$10.000 millones en el 2013, su ritmo de crecimiento, su ratio sobre el porcentaje de proyectos no materializados y el patrón de concertación de nuevos proyectos vienen todos en proceso de deterioro. Este cuadro va asociado a una disminución de cinco puntos porcentuales en nuestra tasa de crecimiento anualizada.

Este frenazo aún es congruente con índices aceptables de estabilidad nominal y un ritmo de crecimiento anual magro (entre 3% y 5% de crecimiento anual). Aunque puede contentar a algunos, estamos en un escenario social tácitamente aciago. Tan bajo cayó la economía peruana entre las décadas de 1960 y 1980 que el grueso de nuestra población seguirá careciendo de un empleo adecuado y todo lo que se asocie a este. Esta inercia no da fundamento para ser optimista. Resignarnos nunca da pie para ser optimista. Es algo triste.

En cambio, enfocar nuestras debilidades y poner sobre la mesa los retos –lejos de ser algo pesimista– nos enseña que es posible aspirar a mucho más. Nos recuerda que si nos definimos –defendiendo la estabilidad, consolidando instituciones capitalistas, limpiando planillas y construyendo una institucionalidad decente– podemos crecer a ritmos cercanos al 10%. Entonces, sí podremos ser optimistas.