En estos tiempos de enfriamiento económico (con proyecciones cercanas al 1% para la región este año), resulta útil dibujar una perspectiva sobre qué está y qué ha estado haciendo América Latina.
Cuando se escribe sobre nuestra región, se toman en cuenta territorios y culturas muy ricos, pero en materia económica este no es el caso. Aunque la región hoy consume, comercia y produce como nunca en nuestra historia reciente (al menos desde que hay cifras confiables para medir los principales agregados económicos), si nos comparamos con el resto del planeta, nuestra evolución luce accidentada y poco destacable. Nuestra historia ha sido mediocre, oscura, inepta, corrupta, carente de visión y ambición.
¿Cómo somos y qué hemos hecho en materia económica en la última década? Hemos crecido manteniendo un porcentaje mediocre (6%) de la producción mundial. Además, los altos precios de las materias primas y alguna modernización en las economías del Pacífico alteraron la geografía económica regional. Las antes diferencias de producto por habitante entre Uruguay, Brasil y Colombia (sobre las cifras argentinas o venezolanas de estos tiempos cae la sombra de su falta de probidad estadística), Chile o el Perú se han acortado drásticamente.
Pese a ello, no se han dado milagros económicos destacables. Chile es hoy una sombra de lo que fue en los ochenta, Brasil se aleja penosamente de configurar una potencia económica global, mientras que Colombia o el Perú –pese a sus logros y estabilidad macroeconómica– estarían muy lejos de parecerse a un tigre del sudeste asiático de las décadas de 1980 y 1990.
Hoy el campeón económico latinoamericano es Puerto Rico, nación que –flotando en el limbo político de ser llamado territorio de Estados Unidos– tiene un ingreso por habitante cinco veces mayor que el peruano o colombiano y mucho mayor que el uruguayo, argentino o mexicano. No dispone de ingentes recursos naturales y está poblado por habitantes que comparten valores culturales de otras naciones latinoamericanas (con marcada evidencia de fracaso económico).
¿Qué hace esta pequeña isla para lograr esos resultados? Sus instituciones y la predictibilidad que tiene como territorio estadounidense. Es decir, lo capitalista.
Si se han acabado los vientos de cola y llegan los tiempos con vientos en contra, resulta valioso reconocer que América Latina se pasó los buenos años abrazada a la ilusa receta de redistribuir riquezas que no existían (al menos en la magnitud que todos esperaban).
Cuanto más intervencionista resultó el estilo de gobierno de cada país en la década que pasó, más duro resultará el puñetazo global. Contra más se aspire a que este puñetazo resulte efímero, mayor será la frustración.
Los nuevos tiempos requerirán pueblos con instituciones –capitalistas–, agallas y ambición. ¿Daremos la talla o volveremos a culpar a otros?