País de emprendedores, por Iván Alonso
País de emprendedores, por Iván Alonso
Iván Alonso

En un país con 23 millones de personas en edad de trabajar, tenemos más de tres millones de empresas, entre formales e informales. Tan solo en la primera mitad del año se han creado doscientas mil. Uno de cada siete peruanos es empresario. Parecería que hay en el Perú una gran energía empresarial, un potencial enorme para desarrollar todo tipo de negocios y dar en cualquier momento, como se dice, el salto al desarrollo. En realidad, la proliferación de empresas revela una de las debilidades de nuestra economía.

Para bien o para mal, el talento empresarial no está uniformemente distribuido entre la población (ni en el Perú ni en el resto del mundo). No todos los que abren sus propias empresas tienen las mismas habilidades para organizar eficientemente la producción, mantener los costos bajo control, detectar nuevos mercados, hacerlas crecer. Muchos podrían ser más productivos y ganar mejor inclusive trabajando para otros. Pero no siempre encuentran a otros dispuestos a contratarlos.

No estamos hablando de una masa de “start-ups” que vayan eventualmente a revolucionar nuestra economía. La cantidad de empresas y particularmente de microempresas –más del 90% tiene entre uno y cinco trabajadores– es, más bien, el síntoma de un problema en el mercado laboral.

La demanda de trabajadores en las empresas grandes y medianas es menor de lo que debería ser si la legislación laboral fuese menos onerosa. Nos referimos no solamente a las leyes que emite el Congreso y las disposiciones del Ministerio de Trabajo, sino también a las sentencias del Poder Judicial que regulan –y, a veces, en la práctica, impiden– el despido. Son estas últimas quizás las más onerosas de todas. Los llamados sobrecostos laborales (gratificaciones, seguro médico etc.) pueden cuantificarse y deducirse de la productividad esperada del trabajador para saber qué remuneración la empresa puede ofrecerle. Pero una indemnización por daño moral, como la que ha otorgado hace poco la Corte Suprema, o la obligación de reponer a un trabajador y mantenerlo empleado indefinidamente, a pesar de no considerárselo idóneo, pueden exceder cualquier expectativa razonable de productividad y hacer, por lo tanto, inviable la contratación. Naturalmente, las empresas siguen tomando gente, pero tienen que extremar sus precauciones.

La consecuencia es que se crean menos puestos de trabajo en las empresas medianas y grandes, puestos en donde muchos de los que hoy son empresarios, en virtud de las circunstancias, podrían ser más productivos. Esos puestos no ven la luz porque es muy riesgoso contratar gente o porque los sueldos que una empresa tendría que ofrecer para justificar esos riesgos no llegan al sueldo mínimo. Nuestra economía sería más productiva si tuviéramos menos microempresarios y más trabajadores en ese tipo de empresas; o, para hablar como economista, si algunos cientos o miles de personas se desplazaran de ocupaciones de baja productividad a otras de alta productividad.

Otra consecuencia es que las empresas que nacen de esta manera van a ser, por lo general, informales. Los esfuerzos por reducir la informalidad mediante la reducción de la carga tributaria o administrativa son encomiables, aunque no siempre acertados; en todo caso, el problema no es ese. Sin una reforma de la legislación laboral, la informalidad no va a desaparecer.