Tres días en Paracas deberían ser suficientes para comprender la importancia que tiene el plan de diversificación productiva con el que el Gobierno espera alcanzar el desarrollo económico. Es decir, ninguna.
Para alguien que regresaba por primera vez en quince años con el recuerdo del antiguo hotel Paracas, la transformación es total. No menos de cinco hoteles de primera categoría, todos ellos construidos después del terremoto de Pisco del 2007. Amplios, cómodos y bien equipados, a precios que pueden llegar hasta los 290 dólares la noche con desayuno incluido.
No hizo falta para esta gran transformación que el Gobierno contratara a un Michael Porter que identificara este clúster hotelero, ni siquiera que encargara a un consultor local un estudio sobre el potencial turístico regional. Fueron los dueños del antiguo hotel destruido por el terremoto quienes vieron la posibilidad de levantar otro en su lugar, pensando en un público más sofisticado y con mayor poder adquisitivo. Otros inversionistas, incluyendo al menos una de las grandes cadenas internacionales, les siguieron los pasos.
¿Cómo así se dieron cuenta de que había una oportunidad latente? Vaya usted a saber. Es una pregunta que ni un economista como economista ni un ministro como ministro pueden contestar. Hay que tener olfato para los negocios.
No era evidente hace menos de una década que la demanda fuera a alcanzar los volúmenes necesarios para hacer rentable esa inversión. El sitio está a 245 kilómetros de Lima. No tiene un servicio de transporte aéreo regular. La autopista no llega hasta allí. Es ventoso; y, especialmente para los que no practican algún deporte náutico, las posibilidades de entretenimiento no son demasiadas. Pero el sol y la piscina, la comida, el servicio y la bebida bastan, al parecer, para mantenerlos suficientemente ocupados.
¿Qué habría pasado si el turismo no respondía a las expectativas de los inversionistas? Para empezar, habrían bajado sus tarifas, viéndose forzados a aceptar una rentabilidad menor que la esperada. En el peor de los casos, habrían tenido que cerrar sus puertas aun antes de haber recuperado su inversión. Ese era el riesgo y era enteramente suyo.
Los inversionistas han tenido que lidiar seguramente con las autoridades locales para obtener los permisos necesarios. Probablemente hayan tenido ellos mismos que instalar la infraestructura para llevar agua potable y luz eléctrica. Y desarrollar un sistema de abastecimiento eficiente para que nunca falten ni el jabón ni el whisky de malta. Mientras todo esto ocurría en Paracas, el Gobierno era incapaz de reconstruir Pisco.
En una economía libre, como es, en general, la nuestra, la iniciativa privada anda permanentemente atenta a las nuevas oportunidades. No necesita de un plan de diversificación para guiarla. El nunca bien ponderado afán de lucro es la mejor motivación para encontrarlas y el mayor incentivo para perseguirlas.
¿Hay algo que el Gobierno pueda hacer para que la historia de Paracas se repita? Por supuesto que sí. Sería útil, por ejemplo, que estuviera listo para sanear los terrenos que los inversionistas encuentren para el próximo ‘resort’, aprobar sin demora los estudios de impacto ambiental y entregar rápidamente los permisos que hagan falta. Pero no debería tratar de adelantarse para encontrar él mismo la playa soñada.