Los seres humanos estamos llenos de contradicciones y la cotidianeidad nos impide detectarlas. Nuestros sesgos, complejos de grandeza y, en algunos casos, delirios nos impiden dar un paso atrás y tomar nota de los yerros. Algunas de estas incoherencias que ponemos en práctica al hablar o hacer no tienen mayor impacto más que en nuestras conciencias, y otras, en el universo de la política, son vergonzosamente monumentales.
Un sector de la izquierda representado por Verónika Mendoza dice defender los derechos humanos y a las minorías, pero su lengua se traba cuando se trata de colocar a Nicolás Maduro en los anales de la infamia como lo que es: un dictador. No es sorpresa la hipocresía de Mendoza, pues para intentar asegurar su carrera política en el 2019 se alió al partido Perú Libre y al conservador, homofóbico y xenófobo Vladimir Cerrón, hoy condenado por corrupción y prófugo de la justicia.
Que exista un dictador que ha violado sistemáticamente los derechos humanos, causado el mayor éxodo en su país y que intenta perpetuarse a través de un fraude electoral es un hecho que se espera que sea denunciado sin ceguera ideológica. Más aún cuando producto de la represión en las protestas han muerto, según medios internacionales, once venezolanos. En esas circunstancias levantar la voz como lo hizo el canciller Javier González-Olaechea en la sesión del Consejo Permanente de la Organización de Estados Americanos (OEA) parecería necesario, sobre todo si la altisonancia da popularidad aún a costa de la diplomacia. Sin embargo, no se puede esconder bajo la alfombra los atropellos sucedidos en casa y hacer como si la represión del gobierno de Dina Boluarte no hubiese existido, esfumando la memoria de decenas de familias en duelo que aún piden justicia por sus muertos.
Tampoco puede quedar impune el acoso al que someten grupos financiados y estructurados de derecha como La Resistencia a políticos y/o periodistas, así como no se puede celebrar ni justificar –por más espontáneo que el hecho haya sido– que un grupo de ciudadanos insulte y agreda a una congresista como lo hizo un grupo de parroquianos envalentonados por el alcohol con Patricia Chirinos este fin de semana en un bar de Barranco.
Denunciar lo primero pero aplaudir lo segundo por simpatías que no se comparten es una de las grandes contradicciones de aquellos que se inventaron un altar moral según sus reglas. La tolerancia escasea, pero los políticos oportunistas no, y saldrán por montones para aprovechar la calentura de los bandos.