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Franco Giuffra

Pasó el 28 de julio y la propuesta de reforma laboral que iba a presentar PPK en su mensaje al Congreso nunca vio la luz. A decir verdad, las posibilidades de que una reforma relevante hubiera tenido apoyo político entonces eran escasas y, en el contexto más reciente, son nulas. 

La única iniciativa oficialista que anda penando en el Congreso es un proyecto para alentar la contratación de jóvenes a través del subsidio estatal de las contribuciones a Essalud. Una minucia frente al reto monumental de desarmar la estructura legal que hoy padecemos en materia laboral. 

Una estructura básicamente antiempleo, que bajo la premisa falaz de “proteger a los trabajadores” ha contribuido a desalentar la inversión y la creación de trabajo. 

Una de las dimensiones más importantes de esta paradoja –decisiones legales que causan efectos contrarios a sus objetivos– la ha descrito recientemente un equipo de investigadores del Grupo de Análisis para el Desarrollo (Grade), bajo la dirección de Miguel Jaramillo. 

En breve, lo que Jaramillo et al. han demostrado es que, a partir de la infame resolución del Tribunal Constitucional (TC) que en el 2001 prácticamente reinstaló la estabilidad laboral, la modalidad de contratación laboral más utilizada ha cambiado drásticamente. 

Si antes del 2001 lo usual era la contratación indefinida, a partir de esa resolución la preferencia ha sido la contratación a plazo determinado o fijo. Tanto que en la actualidad el 80% de los empleos formales son pactados a plazo fijo.  

¿Es esto malo? Difícil responder. Por una parte, los investigadores señalan que los contratos temporales son de menor calidad y de menor sueldo. Además, no pueden extenderse más allá de su plazo máximo (que puede ser de dos a cinco años). Todo lo cual va en perjuicio de los trabajadores. 

Por otro lado, sin embargo, mi impresión es que muchos de esos contratos jamás se hubieran celebrado si no existiera, precisamente, la flexibilidad que otorgan a los empleadores. Es decir, esos contratos a plazo fijo han actuado como “válvula de escape” frente a la irracionalidad económica de aquella resolución del TC, a la cual han seguido otras diversas sentencias judiciales. 

En buena cuenta, los contratos temporales han servido para replicar, muy imperfectamente, el escenario de movilidad laboral que una economía moderna necesita.  

Digo imperfectamente porque los contratos a plazo fijo no son una fórmula ideal. Tienen disposiciones cuestionables sobre su aplicación, exigencias de renovación formal cada cierto tiempo y la obligación de ser reportados al Ministerio de Trabajo. Los sabuesos de la Superintendencia Nacional de Fiscalización Laboral (Sunafil) tienen especial predilección por fiscalizarlos. 

Por ejemplo, es difícil sustentar un puesto de secretaria a plazo fijo, porque se presume que es una posición permanente. Y si usted invoca una necesidad de mercado, la autoridad le exigirá que lo pruebe con gráficos y números. Tampoco puede usted reemplazar a un trabajador en una posición permanente que renunció poniendo a otro a plazo fijo.  

Revertir la estabilidad laboral requiere una nueva sentencia del TC o una reforma de la Constitución. En el interín, si existiera interés en fomentar el empleo, los políticos deberían abocarse a facilitar la contratación temporal. Eliminando las llamadas causas objetivas, extendiendo sus plazos y facilitando su formalización. 

Sin embargo, lo más probable es que la evidencia ilustrada por Grade, en manos de la Comisión de Trabajo del Congreso, sirva precisamente para todo lo contrario. El prejuicio ideológico de sus miembros no tardará en proponer iniciativas para limitar los contratos a plazo fijo o, en el peor de los casos, eliminarlos. Sería ideal que ni siquiera lean el informe.