(Foto: El Comercio)
(Foto: El Comercio)
Franco Giuffra

Vuelvo a Pucusana, tres años después, para comprobar que todo lo que estaba mal, ahora está peor. Quizá en un punto del que ya no existe retorno. Una historia de cuento, pero de terror, que parece la fábula de otros pueblos que irán desapareciendo del Perú.

Para muchos, Pucusana era el balneario de la felicidad. Con su población permanente, ligada a la pesca, y su dotación de veraneantes de clase media. Nunca pituca, siempre democrática.

Una caleta privilegiada por su geografía, que seguramente la convierte en la playa más bonita del Perú. Hasta se parece a Italia, por esa mezcla de colinas y mar tranquilo, con el hermoso fondo que impone la isla. Un lugar precioso que se merecía otro destino.

Pucusana tendría que haber sido un balneario turístico, un lugar de paseo, de excursiones náuticas, de cultivo y cuidado de especies marinas, de restaurantes pintorescos, de amor por el mar. Tenía los recursos geográficos y la tradición, y una envidiable cercanía a la capital. Algo que ninguna de las playas modernas iba a poder igualar.
Pero ganó la mala peruanidad. La informalidad desbocada, la falta total de ley y orden, y el desprecio por la vida en común. Es triste pero cierto. Los peruanos, puestos a vivir sin la coerción de la ley, no regamos el jardín o recogemos la basura. No. Orinamos en la calle y sacamos un primus a la vereda para hacer chicharrón y botar los desperdicios.

De todo eso está hecha Pucusana hoy, sin autoridad. O con autoridad, pero quizá dedicada a su propio beneficio o sometida a las distintas mafias que hoy gobiernan el distrito.

El terminal de pescadores artesanales es un asco. Un caos de camiones enormes para los que no hay lugar ni espacio de maniobra. Ese muelle era un atractivo hace décadas, hoy es el destino de embarcaciones pesqueras enormes y sucias que no pertenecen a la zona.

Para mantener ese ciclo de desorden y caos, los camiones frigoríficos han inundado Pucusana. Los estacionan en el estadio comunal. Los lavan en cualquier lado. Reparten su sanguaza al costado de la carretera, en la puerta del cementerio, en las calles del distrito. Como resultado, Pucusana misma y todas las playas de su litoral son un solo reino de moscas y de pestilencia.

La comida ambulatoria es otra historia. Mientras que lo higiénico sería prohibir que se coma en la arena, en Pucusana se cocina y sirve en la arena. Allí se han instalado decenas de carpas, toldos y mesas. ¡Con autorización municipal!

Y luego está el mar, muerto. Contaminado de aceite, de petróleo y del desagüe del distrito. Plagado de basura. Un desastre ambiental que nadie quiere enfrentar.

La falta de buen Estado es clamorosa. Produce no interviene; Digesa prefiere perseguir a las grandes industrias formales; el Ministerio del Ambiente mira para otro lado; y la Capitanía del Puerto se muestra complaciente en no alterar el statu quo.

Para mantener este desastre, cuesta creer que no haya cosas torcidas. La ilegalidad es tan rampante que solo parece posible que sobreviva gracias a favores especiales o a la ineficiencia suprema de las autoridades.

Ya casi no existe Pucusana. Es triste para quienes tenemos una memoria distinta de lo que fue. Es más triste aún como reflejo de la mala peruanidad, de la desidia gubernamental y de lo que podemos destruir cuando nos lo proponemos.