La Food and Drug Administration (FDA) de Estados Unidos está considerando seriamente obligar a los restaurantes de ese país a incluir en sus cartas el mismo tipo de información nutricional que suele encontrarse en los empaques de alimentos. Calorías, porcentajes de grasa, sodio, proteínas, etc. En lugar de salir con amigos, la gente tendrá que invitar a comer a su nutricionista.
No sorprende. Estados Unidos es el país de la información y de las admoniciones frente a todos los peligros que pueden acontecerle a un ser humano si se ríe con entusiasmo o se lava los dientes. Recuerdo haber visto alguna vez en un coche para niños una etiqueta enorme que advertía enfáticamente no plegar el aparato con el bebe adentro.
Más allá de la anécdota, la cuestión de fondo es clara: ¿hasta dónde es permisible que el Estado se inmiscuya en cuidar a la gente de sí misma? Piense, por ejemplo, en la regulación asociada a la venta de cigarrillos. Las tímidas advertencias iniciales dieron paso luego a las fotos espeluznantes en las cajetillas y ahora se discute si no sería mejor que los empaques sean genéricos, sin colores ni logos ni nada.
El tabaco es un caso extremo, porque la reprobación social a su consumo aumenta cada día más. Pero los defensores de los consumidores quisieran aplicar esa misma lógica a todo lo que pudiese ser peligroso. Cuando se trata de cuidar a las personas de los daños que pueden hacerse a ellas mismas, las autoridades no conocen límites.
En el Congreso de Chile se desestimó hace poco la “ley del salero”. Una iniciativa legislativa que prohibía a los restaurantes dejar sobre la mesa los saleros y solo ponerlos a disposición de los clientes que específicamente los pidiesen.
Seguramente esa motivación curadora llevó también al entonces primer ministro Pedro Pablo Kuczynski a rubricar una ley, en marzo del 2006, que obliga a incluir en las etiquetas de toda bebida con alcohol la advertencia de que “tomar bebidas alcohólicas en exceso es dañino”. En su caso, seguramente impresionado por los estragos que el trago estaban causando en su entorno laboral.
Y todavía nos falta el reglamento de la ley de la comida chatarra, que en su momento causó tremenda polémica, y que el gobierno de Ollanta Humala ha preferido barrer debajo de la alfombra para no agitar las aguas de la recuperación económica.
Lo cierto es que los afanes proteccionistas para cuidar a la gente de sus inclinaciones malvadas solo van a continuar y acrecentarse. Sobre todo cuando sus auspiciadores pueden citar, con creciente evidencia, las consecuencias de salud pública y los gastos fiscales asociados al tratamiento de la diabetes, la hipertensión, la obesidad mórbida y muchos otros males del mundo moderno.
Este debate tiene para largo y alcanzará sin duda ribetes filosóficos. Los mismos que se evidenciaron a raíz del tema de las AFP y el ahorro previsional obligatorio. Si el Estado debe obligarnos a guardar pan para la vejez, ¿no debería ejercer similar coerción para que hagamos ejercicios tres veces por semana?
Los defensores del consumidor no la tendrán fácil, sin embargo. Los mismos experimentos de la economía conductual que suele citarse para apoyar el intervencionismo estatal están revelando ahora que todas las advertencias y alertas en los productos no tienen mayor impacto en las decisiones de la gente. De manera que, al menos por ahora, el pan con chicharrón no va a morir tan fácilmente.