La crítica situación por la que pasa el gobierno de Pedro Castillo parece insostenible. Las figuras de renuncia, vacancia, suspensión o destitución deben transitar por diversos y complejos caminos, no todos claramente normados, por parte del Congreso. El tema es que la salida de Castillo no resolverá el serio problema que hunde sus raíces desde hace décadas y que el último quinquenio se exacerbó de manera pronunciada. El actual presidente lo heredó y lo empeoró con las peores prácticas posibles. Es hijo de las circunstancias, de las estructuras sociales y económicas quebradas y de un edificio institucional malformado e ineficaz. Tenemos reglas de juego que incentivan a los aventureros y ahuyentan a los que desean una mejor representativa.

La oposición –salvo escasas excepciones– no solo ha sido, durante este último quinquenio, obstruccionista y torpe, sino de un pobre nivel político y formativo, cuando no portadora de oscuros intereses mafiosos. Basta con escucharlos unos minutos en las comisiones y en los plenos para entender cuán bajo ha caído el debate público. Por eso, la salida de Castillo no arregla el problema, pero él no deja de ser el problema.

En consecuencia, se sostiene que el camino sería el adelanto de elecciones para que se vayan todos y que el electorado se permita crear una nueva representación. Esta salida, que no tiene obviamente la venia ni del Gobierno, ni de la oposición, solo tendrá sentido si previamente hay una . Aunque ninguna reforma arreglará la realidad tan duramente empobrecida de nuestra política peruana. Pero, sin ella, la posibilidad de salir de este círculo perverso en el que estamos sometidos es casi nula.

Pero aquí es donde hay una gran confusión o un desconocimiento irresponsable, atribuyendo a una supuesta “reforma política” la causante de los males de la política peruana actual. Nada más falso. Por muchos años se han presentado proyectos de ley dispersos, parciales, cuando no mal hechos y sustentados, y ahora salen del Congreso atentados contra adecuados ajustes al marco normativo. Martín Vizcarra presentó cuatro proyectos de reforma constitucional, sobre los cuales tuvimos una posición crítica (“Los dilemas del referéndum” 6/12/2018), negando la reelección parlamentaria y la bicameralidad. No fue sino a inicios del 2019 que la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política, del que formamos parte, entregó un informe al Ejecutivo con 12 proyectos de reforma constitucional y legal. Finalmente, el gobierno presentó seis al Congreso de la República. Dejó de lado las más importantes: la bicameralidad y las referidas a las relaciones Ejecutivo-Legislativo, a gobiernos regionales y locales, y a la gestión electoral. Y el Congreso aprobó, pero luego suspendió en dos oportunidades seguidas, las primarias abiertas de los partidos.

Es decir, la propuesta más seria e integral sobre reforma política fue aprobada en un porcentaje menor, se retiraron artículos fundamentales, se desnaturalizaron varios otros y se dejaron de lado otros tantos. Para que la reforma política tenga algún impacto, se debía partir de un diagnóstico y discutirlo como paquete integral, debido a que las propuestas tenían relaciones e impacto entre ellas, pero esto no se tomó en cuenta. Mal entonces se puede afirmar que lo que tenemos al frente es el producto de la reforma política. Lo que tenemos, por el contrario, es la aún necesaria reforma que muchos no entienden y otros temen. En consecuencia, se podrán ir algunos o todos, pero sin reforma, ingresarán otros parecidos o peores.

Fernando Tuesta Soldevilla es profesor de Ciencia Política en la PUCP