En el mar de cifras que acompañan las proyecciones del PBI a inicios de cada año, en ocasiones se suele pasar por alto que el crecimiento tiene que venir de algún lado. La creación de riqueza –que es a fin de cuentas lo que intenta medir el PBI– no aparece espontáneamente ni por casualidad: alguien la tiene que empujar.
En los últimos días, la pobre ejecución del presupuesto para inversión pública ha aparecido como uno de los sospechosos de haber tirado para abajo el crecimiento del 2019. ¿Cuánto de cierto hay en esto? La verdad es que no mucho. La inversión pública es aproximadamente 4,5% de la economía peruana. Durante el 2019, la inversión del Estado cayó 0,5%, de modo que su impacto neto sobre el producto fue muy acotado. Aún tomando en cuenta los efectos indirectos de esta inversión –llamados multiplicadores–, su efecto sobre la economía total del Perú es limitado.
Lo esencial de esta línea de pensamiento es que la inversión pública no existe para apuntalar el crecimiento inmediato. Esa no es su función principal y tampoco podría serlo, porque cada sol que gasta el Estado es un sol que deja de gastar una familia o una empresa, y que fue conseguido vía impuestos. La inversión pública existe, sí, para extender las conexiones de agua y saneamiento de los hogares, para construir caminos, para equipar comisarías, para mejorar los servicios de salud y educación, y en general, para cerrar las brechas más urgentes. Algunas de estas inversiones tendrán, eventualmente, un impacto sobre el PBI al potenciar, por ejemplo, el capital humano o la conectividad del país, y este es el lente con el que debe evaluarse; no tanto si aportó o no al crecimiento económico de un año en concreto.
Donde el asunto se pone más serio es con el peso de la inversión privada: cuatro veces más significativa para el PBI que la inversión pública y, además, esta sí, creadora de riqueza y de empleo sostenible. Lo que preocupa aquí, llegado ya el 2020, es el poco entusiasmo –cuando no escepticismo– que se percibe de parte del actual gobierno para promoverla.
El flujo de proyectos mineros para los próximos años va secándose –y claramente el tratamiento del problema con Tía María, en Arequipa, no ayudó a los ánimos del sector–. Más allá de Quellaveco, en Moquegua, el panorama de grandes inversiones es exiguo.
En temas transversales ligados a la actividad privada en general, el tono de los mensajes desde el Ejecutivo va más en línea con palabras como ‘regulación’, ‘fiscalización’ y ‘sanción’, que con palabras como ‘promoción’ o ‘impulso’. En los asuntos particularmente sensibles para la inversión, como el tributario o el laboral, sería difícil defender que ha habido más avances que retrocesos. La impredecibilidad de la administración tributaria sigue siendo un enorme dolor de cabeza para empresarios grandes y chicos, y el anuncio del eventual incremento de la remuneración mínima vital en los siguientes meses es un ejemplo de la poca atención que ha habido en promover la contratación formal. Vale reconocer que una notable excepción a esta tendencia ha sido la reciente extensión de la Ley de Promoción Agraria –fundamental para el éxito de los últimos años del sector–, pero no es suficiente para darle la vuelta a expectativas empresariales que están, en el mejor de los casos, tibias.
Aunque se les ningunee, la inversión privada y el empleo que genera son el corazón de la actividad económica. Pero estos, decíamos, no aparecen en el vacío. ¿Cuáles son los motores que se van a prender en los siguientes años? ¿Cómo va la anunciada implementación del Plan Nacional de Competitividad y Productividad publicado en julio pasado? ¿Qué mensajes estamos transmitiendo, como Gobierno y como país, a los empresarios que evalúan hoy si arriesgar su capital aquí o no? Empezar a tomarnos estas preguntas en serio sería una gran manera de empezar el 2020