En las primeras horas de ayer, el aún presidente del Consejo de Ministros, Aníbal Torres, anunció en su cuenta de Twitter su renuncia al cargo. El texto de su carta al presidente Pedro Castillo reitera su retórica pretendidamente efectista: asegura haber servido, junto al jefe del Estado, “especialmente al pueblo más postergado y olvidado”.
Pero el tono de la misiva transmite alivio y resignación antes que orgullo por el servicio dado. El alivio se entiende si, como se dice en los predios palaciegos, Torres tenía ganas de irse desde el fiasco del toque de queda en la capital a inicios de abril, una medida desproporcionada e injustificada.
Eran, además, los momentos en que cada dislate de Torres generaba justificados titulares, como aquellas referencias a Hitler, a un ritmo de una vez por semana. Como si Torres se esforzara en ser recordado como un ‘premier fiu, fiu-rer’, honrando la temática de moda.
La resignación, por su parte, podría nacer de la desubicación que describía Mariano González cuando fue retirado del Gabinete. “No sé qué diablos hace allí. No tiene ninguna capacidad, no dirige nada”, le dijo González a Claudia Chiroque, para luego agregar: “lo digo con todas sus letras: es un pobre diablo” (Panamericana, 19/7/2022).
Pero al margen de lo que pueda sentir o pensar Torres, la cantada renuncia del presidente del Consejo de Ministros parecía haber perdido fuerza. Entre otras razones, la necesidad de que el cambio reciba la bendición congresal parecía dotar a su desganada gestión de cierta inmunidad.
Mirko Lauer, por ejemplo, creía que, “como están las cosas, es poco probable que un nuevo presidente del Consejo de Ministros obtenga la confianza en el Congreso”. Una razón adicional a su permanencia, por lo demás, “a pesar de sus destempladas declaraciones sobre historia universal y temas conexos” (“La República”, 31/7/2022).
Pero las posibilidades de que el reemplazo de Torres obtenga el voto de investidura parecen, más bien, altas. Debe recordarse que este mismo Congreso avaló al Gabinete que encabezó Guido Bellido, un elenco que exhibía numerosos flancos de diversa naturaleza, incluyendo el concurso del actualmente prófugo Juan Silva.
Si sirve como proyección la votación en la segunda vuelta de la elección de la Mesa Directiva, el oficialismo podría tener ya 52 votos consigo. Si se suma a quienes clamarán gobernabilidad, la cifra puede superar a las votaciones en contra o las abstenciones. Debe recordarse, además, que otros jefes del Gabinete han recibido la investidura con votaciones ralas, como fue el caso de Salvador del Solar (46), el segundo presidente del Consejo de Ministros que acompañó a Martín Vizcarra.
La renovación en la PCM seguramente le dé algo de aire al presionado Ejecutivo, debido a la natural expectativa que un cambio puede generar. Al nombramiento y la ceremonia en sí, seguramente le siga una ronda de diálogos vacíos por la gobernabilidad, que originará fotos, notas, rebotes y quizás alguna anécdota. Si quien suceda a Torres presenta el mismo perfil destemplado, quizás también se generen controversias.
Pero difícilmente saque al presidente de la incómoda posición en la que se encuentra su gobierno, asediado por las crecientes pruebas de actos de corrupción. El posible reemplazo, finalmente, está en el círculo de colaboradores que ya acompaña a Castillo.
Un cambio mentiroso, podría decirse: un ‘sacha-premier’. Viene a la memoria aquella jornada de protestas del 2017, cuando los manifestantes que acompañaban a Castillo le gritaban que se tire al suelo para impresionar a las cámaras televisivas que cubrían la marcha. “¡Tírate! ¡Tírate!”, clamaban. Entonces, Castillo se tiró al suelo. Cinco años después, de la mano de su reciente hiperactividad tuitera, parece estar listo para una nueva impostura.