Otra vez el Congreso discute los detalles del Presupuesto General de la República del año siguiente, instrumento que trata de ordenar el gasto gubernamental y que, vale la pena no olvidar, no deja de ser una herramienta referencial. Rara vez se cumple al milímetro.
El presupuesto debe ser un freno al gasto burocrático, pero en la práctica en nuestro país no deja de inflarse exponencialmente. En la actual administración, el gobierno infló su gasto en términos reales en casi 30%. Específicamente, 11% más de lo que creció el resto de la economía. Esto produjo el desequilibrio en la cuenta corriente de la balanza de pagos (que a junio pasado ya supera el 5% del PBI).
Hay que agregar que este desequilibrio no era percibido como problemático hace pocos meses (cuando ingresaban flujos significativos de capitales privados). En los últimos trimestres esto ya no sucede. Por lo tanto, hemos tenido que quemar reservas internacionales, como en los sesenta y setenta.
Hoy se dice que el presupuesto esta vez se infla por muy buenas razones.
La primera señala: debemos compensar la menor demanda externa con mayor demanda interna (por ejemplo, gastos estatales). Sin embargo, esta solución no es razonable porque el mayor gasto público se financiará con mayores tributos a los contribuyentes formales, se asumirán deudas de corto plazo o se colocarán la deuda pública de dudoso perfil a los ahorros de los trabajadores en las AFP. Tampoco es razonable porque elevar la presión tributaria desincentiva la formalidad y destruye la competitividad local. Cosas que no resultan en un país deteriorado por su competitividad y elevada informalidad.
Tampoco funciona porque la caída de las exportaciones no solo es el correlato usual de la caída de la inversión privada (el componente mayoritario de la inversión bruta interna). Es también un sólido correlato de la recaudación tributaria, lo cual complica los mismos márgenes de elevar el gasto del gobierno. Es decir, no funciona porque la caída de las exportaciones golpea directamente otro componente de la demanda interna (la inversión privada) e indirectamente del gasto estatal.
Pero aquí –sobre todo en la técnicamente débil idiosincrasia de la mayoría de nuestros dilectos congresistas– estamos en el mundo de las ilusiones. Importa poco lo que pasa, importa lo que la gente cree.
Nuestros congresistas piensan que elevar el gasto público es la cura para nuestros males. Que inflar el presupuesto en salud, educación (o cualquier otra cosa) ayuda. No importa que esto no suceda, que no se asignen presupuestos por resultados, que no exista capacidad de gasto, que los accidentes de corrupción, ineficacia e ineficiencia no sean nada raros.
Pero ellos creen que asignar más dinero esta vez funcionaría, que con más presupuesto tendríamos una educación de primera, seguridad ciudadana, servicios judiciales o de salud. Una maravilla.
Olvidan que nuestro gobierno ya infló el gasto a niveles astronómicos (que es probable que el gasto del sector público no financiero supere este año los 60 mil millones de dólares).
No es cierto que no haya peor ciego que el que no quiere ver. Existe algo peor: el ciego que no quiere ver porque no le conviene ver.