Hace un año se precisó el esquema del incentivo tributario para las empresas que inviertan en investigación científica o innovación tecnológica. Lanzado con su debido acompañamiento de pirotecnia en el 2012, el programa no ha tenido concursantes. Vale la pena reflexionar sobre las razones por las cuales ninguna empresa privada ha presentado un solo proyecto para acogerse a este supuesto beneficio.
El Concytec dice que los privados tienen miedo de que sus proyectos dejen de ser confidenciales y que otros se puedan aprovechar de sus descubrimientos. También menciona que la orfandad de solicitudes se debe a que las empresas no tienen una cultura innovadora y, en consecuencia, no están habituadas a este género de facilidades.
Si el problema fuera el recelo de los empresarios por develar sus secretos tecnológicos o la falta de apetito innovador, la pregunta obvia se cae de madura: ¿para qué se propuso el incentivo, para comenzar?
Ahora se anuncia que el Concytec se reunirá con los gremios empresariales para divulgar el asunto y animarlos a participar. Seguramente tiene en algún lugar de su plan estratégico un indicador de proyectos presentados. Para cumplirlo, tendrá que enamorar a los empresarios a fin de que utilicen este magnífico beneficio. Es decir, el caso típico de una solución a la búsqueda de un problema.
Malo el diagnóstico, mala la receta médica. Los privados no se sienten atraídos por este (cuestionable) beneficio tributario porque tramitarlo es una jarana. Primero, los proyectos hay que someterlos a la aprobación previa del Concytec, incluyendo el presupuesto que se espera gastar, los objetivos a alcanzar, las metodologías a emplear y el plazo que se requerirá. Nada de lo cual suena muy apropiado para un emprendimiento descubridor que rara vez tiene muy claro el derrotero y menos aun el punto de llegada.
Los proyectos, además, deben tener una contabilidad separada y estar sujetos a la fiscalización del Concytec, que verificará que se esté haciendo lo prometido e informará anualmente de ello a la Sunat, para mantener o eliminar el beneficio. Si la investigación concluye en algo útil, se puede deducir todo lo invertido, con un tope anual. Pero si no llega a buen puerto, solo se puede deducir el 10%, previa sustentación por parte de la empresa de por qué considera que su invento no sirve para nada.
Hay tanta discrecionalidad burocrática nadando en estas aguas que difícilmente un emprendedor sensato va a perder su tiempo tratando de navegarlas. Toda la contabilidad de gastos puede ser cuestionada, a juzgar por el Decreto Supremo 234 de setiembre del 2013, que prohíbe incluir gastos de luz, agua, teléfono e Internet. Con ese nivel de minuciosidad controlista, imagínese lo que podrán acotarle más adelante. Olvídese del ‘delivery’ de pizza para esas noches de insomnio creativo.
La verdad de la milanesa es que las empresas privadas que pueden invertir en estas cosas tienen un incentivo mucho más poderoso para innovar que estos esquemas alambicados y dirigistas: el afán por el lucro. Si vale la pena, invertirán por su cuenta con la esperanza de mejorar sus utilidades, sin perder el tiempo en programas estatales.
Si el Concytec quiere cumplir su plan estratégico, que financie proyectos en universidades o centros de divulgación científica, no en las empresas. Para estas, mucho mejor es que las ayuden a destrabar cosas absurdas como las complicaciones laborales y tributarias para contratar profesionales extranjeros, que con mucho acierto ya se están promoviendo.