El pasado 11 de setiembre, una encuesta de El Comercio-Ipsos reveló que, a menos de un mes de las municipales y regionales del 2 de octubre, el 79% de la ciudadanía no había decidido a quién elegir para ocupar el cargo de gobernador regional, alcalde provincial (72%) y alcalde distrital (67%).

A poco más de una semana de que la ciudadanía deba, finalmente, elegir a sus candidatos preferidos en las urnas, difícilmente se podría esperar que estas cifras hayan cambiado mucho. Más que la emoción de optar por un postulante que se cree mejorará el lugar donde uno vive, lo más probable es que a los peruanos les motive a participar en la elección la sanción que la ley le impone a los que no acuden a las mesas de sufragio. Un desinterés que, sin duda, desembocará en un nuevo período de autoridades precarias y en cinco años más de compatriotas acumulando desánimo frente a una oferta que parece esmerarse por ser mala.

El ejemplo más reciente de esto ha sido el testimonio, revelado hace algunos días, del hijo del candidato de Juntos por el Perú, Gonzalo Alegría, en el que acusa a su padre de haber abusado física, psicológica y sexualmente de él. Una circunstancia que, para colmo, ha supuesto una nefasta respuesta de la agrupación que auspició sus aspiraciones ediles. En resumen, aseguraron no tener la culpa de la potencial criminalidad y bancarrota moral de una de las personas que la representa en la contienda. Una lavada de manos capaz de escandalizar al propio Pilato.

Pero la actitud de los peruanos ante los inminentes comicios es apenas un síntoma de un problema más grande, que trasciende los rituales electorales. Y es que, en nuestro país, hay una clara escasez de líderes.

El proceso electoral que le dio la Presidencia de la República a Pedro Castillo, por ejemplo, pintó un panorama desolador. Al actual jefe del Estado le bastó hacerse del 10,8% de los votos de los electores hábiles para pasar a segunda vuelta, tras encabezar una competencia de homúnculos políticos. Ningún candidato tuvo la suficiente tracción para suscitar algo de emoción en los votantes.

Por otro lado, la perdurabilidad del Gobierno, que puede acumular cientos de ‘Watergates’ sin sufrir las consecuencias por ninguno de ellos, es otra expresión del problema. Desde la oposición, en fin, no hay ningún personaje político con la legitimidad suficiente para aglutinar la desazón frente al régimen. Más bien, otrora candidatos como Keiko Fujimori y Rafael López Aliaga (hoy candidato a la Alcaldía de Lima) amasan más desprecio que adeptos y hasta podría decirse que le hacen más mal a la causa de contrapesar al Ejecutivo que bien. Desde el Parlamento, además, los opositores han demostrado que más les importa cobrar sus sueldos que tomar medidas extremas –como el adelanto de elecciones– para librarnos de esta administración.

Pero si bien la falta de liderazgos para lidiar con el Ejecutivo es un problema grave, la reaparición en el cuadrilátero político de delincuentes extremistas como Antauro Humala es incluso peor. Sin personajes con legitimidad capaces de enfrentarse a su discurso, y con la atomización en múltiples partidos tanto de la derecha como la izquierda, el escenario podría ser propicio para que una persona empeñada en destruir el Estado de derecho se haga de algo de poder con poco respaldo. Y ese es el peor escenario.

¿Quién podrá defendernos de lo que hoy padecemos y de lo que podríamos padecer? Cualquiera que se esfuerce por hacer política y representar, de verdad, los intereses de un país que, a decir verdad, solo quiere trabajar y vivir en paz.