Visto en retrospectiva, ese gesto de julio del 2011 contenía todo lo que más adelante habría de ocurrir. Jurar en nombre de una constitución derogada se le perdonó entonces, porque parecía el concho de su rebeldía, supuestamente neutralizada.
Dos meses antes había firmado una declaración vaga y principista, pero las cinco hojas de ese documento de última hora no podían borrar las 197 páginas de sus verdaderas propuestas. Era un injerto de piel ajena que su organismo rechazaba.
Ahora sabemos con certeza el resultado de esa pugna entre sus ideas políticas y económicas, aquellas por las que había luchado durante años, y las imposiciones que debía aceptar, a regañadientes o de la boca para afuera.
Forzado constantemente a vivir una vida que no era la suya, no supo por dónde ir. Cuando se agotó la viada de los commodities y no hacer nada dejó de ser una opción, empezaron los problemas. No bastaba con flotar. ¿Pero cómo podía alentar medidas económicas que fortalecieran un modelo en el cual no creía?
“Debemos abandonar la dictadura del modelo neoliberal –decía en su plan de gobierno– plasmado en el capítulo económico del texto (constitucional) de 1993”. De arranque, pensaba él, había que “transformar el Estado con una nueva constitución”.
Su verdadero proyecto contenía una crítica al modelo de los últimos 25 años; privilegiaba la creación de mercados internos; cuestionaba la apertura comercial y los tratados de libre comercio; proponía la nacionalización de actividades estratégicas; criticaba a las transnacionales; abogaba por el fortalecimiento de las empresas estatales; y sospechaba de las concesiones y privatizaciones.
¿Cómo iba a alentar la inversión extranjera en actividades extractivas, si dos meses antes proponía “recuperar nuestros recursos naturales como el agua y la tierra (...) Su explotación, aprovechada generalmente por minorías económicas extranjeras, no puede continuar”?
¿Cómo podía procurar el crecimiento de las exportaciones, si unas pocas semanas atrás señalaba que “los tratados de libre comercio, la apertura comercial indiscriminada, la reducción unilateral de aranceles y el liderazgo de las exportaciones en el crecimiento económico muestran subordinación a las transnacionales”? Y remataba sin dubitaciones: “Todo esto tiene que cambiar”.
¿Qué podía hacer realmente en materia de privatización y concesión de activos estatales, si días antes denunciaba a “los grupos de poder económico (que) pretenden apropiarse de este patrimonio de todos los peruanos para obtener rápidas y parasitarias ganancias monopólicas”?
¿Abrir la gestión de servicios estatales a los privados? No podía, porque los privados que promueven eso “lo quieren hacer a costa del crecimiento sustentable (para) encarecer y deteriorar los servicios públicos, elevar las tarifas esquilmando a los usuarios (...) impidiendo la mejora de la calidad de vida de los peruanos”.
¿Qué agenda de desburocratización y flexibilidad laboral se le podía exigir a quien criticaba “el desmantelamiento de los estándares regulatorios; el mercado de trabajo desregulado” y denunciaba que “los trabajadores públicos fueron desempleados por la privatización”?
Reacio desde el primer momento a ejecutar un programa que no era el suyo, jamás pudo articular nada coherente que sustituyera su plan original. Sin liderazgo ni convicciones, cumple ahora el cuarto año de un tránsito carente de destino conocido. A la espera del balance final, las cuentas preliminares anticipan un fracaso macizo. Por lo pronto, lo que pueda reportar en su último discurso ya lo sabemos: un país sin optimismo, un crecimiento raquítico y una sociedad temerosa e insegura.