La semana pasada, los directores ejecutivos de cuatro de las empresas tecnológicas más grandes del mundo (Amazon, Apple, Facebook y Google) se presentaron ante el Congreso de los Estados Unidos. Desde hace más de un año, la comisión antimonopolio de la Cámara de Representantes las viene investigando bajo el argumento de que “tienen demasiado poder”.
Ante la creciente importancia de las plataformas digitales en la vida moderna, cierto sector de la prensa y de la academia estadounidense ha venido desarrollando la tesis de que el instrumental analítico usado por las autoridades antimonopolio está desfasado. Que no sirve para analizar mercados como aquellos en los que participan Facebook y Google, cuyos servicios no generan costos a los usuarios. A pesar de ello, sostienen, el gran tamaño de estas empresas perjudica a la sociedad al desincentivar la competencia, y con ello, la innovación. La investigación iniciada por el Congreso busca probar que esta tesis es cierta y proponer una nueva legislación antimonopolio que sí permita controlar a los gigantes tecnológicos.
En mi opinión, esta investigación tiene mucho más de política que de técnica. Para empezar, porque es perfectamente factible aplicar el instrumental analítico actual a los servicios que prestan estas empresas. Amazon, por ejemplo, no presta servicios digitales gratuitos, sino que compite con supermercados, tiendas por departamentos y miles de tiendas minoristas. Para determinar si su tamaño le confiere poder de mercado o no (y, por lo tanto, si debe estar sujeta a reglas especiales como cualquier otra empresa en la misma posición), el análisis usual, basado en su capacidad de excluir a sus competidores, es más que suficiente. En los casos de Google y Apple, que sí prestan servicios digitales gratuitos, tampoco es necesario inventar nada nuevo. La Comisión Europea, por ejemplo, no ha necesitado hacerlo para multar a Google por usar el sistema operativo Android para extender su posición de dominio a otros mercados. Y tampoco necesita hacerlo para determinar si las condiciones que impone Apple a sus competidores para distribuir sus app en la App Store son restrictivas a la libre competencia. De hecho, hace pocas semanas le inició una investigación formal contra Apple por este motivo, luego de las denuncias presentadas por Spotify y un distribuidor de libros digitales.
El caso de Facebook es diferente. Los congresistas estadounidenses la acusan de desincentivar la competencia adquiriendo competidores potenciales cuando aún son startups, como ocurrió cuando adquirió Instagram (2012) y WhatsApp (2014). De ser cierto ese argumento, el problema sería el sistema de control de fusiones, el que permitió a Facebook proceder con esas operaciones a pesar de ser, supuestamente, perjudiciales para la sociedad. Lamentablemente, la fuente del problema en ese caso no sería un vacío legislativo que el Congreso pueda remediar sino la imposibilidad práctica de pronosticar acertadamente cómo se va a desarrollar este o cualquier otro mercado (el supuesto –equivocado, una vez más– en el que se basan todos los sistemas de control de fusiones).
En mi opinión, no es necesario volver a inventar el agua tibia para evitar que los gigantes tecnológicos abusen de su tamaño. Bastaría con aplicar las reglas antimonopolio que ya existen y, en el caso del control de fusiones, dejar de pedirle peras al olmo.