La vida moderna es novedad. El mundo se ha trasladado del campo a vivir en ciudades, donde todo es variedad y dinamismo y donde las tecnologías de comunicación se potencian. Esperando al bus, en el bus, bajando del bus, chequeamos el último mensaje. Pero cada día, la vida útil de lo nuevo se acorta, y exigimos más y más a los creadores de lo nuevo. Lo que llegó ayer hoy “ya fue”.
No debe sorprender entonces que los economistas también seamos adictos a la novedad. Y así como la alta costura tiene sus centros de producción de lo último, en Nueva York (hoy el número uno), París, Londres y Roma, la moda intelectual tiene universidades top y centros de investigación de fama dedicados a la producción sin parar de nuevas teorías. La reflexión me despierta cierta nostalgia, recordando teorías que, como viejos amores, entusiasmaron en algún momento, pero que han pasado a la categoría del “ya fue”.
En mis años de estudiante todavía estaban frescas algunas primeras teorías para explicar por qué algunos países eran pobres y otros no. Una hipótesis innovadora fue la del “empujón”. La parálisis de la pobreza, decía, es una condición donde todo es cuello de botella y ninguna inversión es rentable a menos que otros también inviertan. Tiene que intervenir el gobierno, entonces, para orquestar un esfuerzo inicial y poner en marcha el crecimiento balanceado. Casi de inmediato apareció una teoría contraria, que postulaba la necesidad del crecimiento desbalanceado. En el país pobre, decía, la planificación es ilusa, nadie sabe lo que viene y el gobierno no funciona. Más bien, es el desbalance lo que se vuelve el mejor motor. El desbalance pone de relieve lo que falta, crea incentivos visibles para otros inversionistas e identifica para el Estado los déficits de infraestructura y de servicios que necesitan los inversionistas.
Luego, empezaron a multiplicarse las teorías. Aparecieron ideas como la del “despegue” económico, siguiendo la figura del avión que agarra suficiente velocidad. La idea se volvió un referente para los países ricos porque creaba una ilusión de automaticidad, sustentando el optimismo frente al avance del comunismo en países pobres. Si bien no se había inventado la palabra ‘inclusión’, otras teorías condicionaban el crecimiento al logro de objetivos sociales como la reforma agraria, la educación, la autogestión de empresas al estilo yugoslavo y la movilización y autoayuda de las masas campesinas en base a la organización comunal. Otras hipótesis sustentaban intervenciones del Estado, como la necesidad de proteger industrias incipientes, subsidiar exportaciones no tradicionales, racionar el uso de divisas, crear bancos de desarrollo e invertir en industrias “estratégicas”.
Cuando parecía que la novedad explicativa llegaba a su límite, llegaron las crisis financieras de los años ochenta para salvarnos del aburrimiento intelectual. El problema del crecimiento ya no era cuestión solo de sacar un poco más de velocidad a la máquina, sino de no chocar el vehículo. Se vio que las mañas intervencionistas podían ser tiros que salían por la culata. Pero el vacío creativo no tardó en llenarse con nuevas ideas, descubriéndose por ejemplo que la participación era un requisito para el éxito de los proyectos, y que la discriminación entre géneros, la excesiva desigualdad y la falta de titulación eran barreras para salir de la pobreza. Es difícil decir cuál es el impacto real de toda esta creatividad teórica, pero al menos todo indica que novedades no faltarán.