Mientras escribo estas líneas sé que Jorge Muñoz lideraba con buen margen los simulacros de voto preelectorales. Más de una encuesta realizada durante la última semana lo anticipaba. La elección de ayer confirmó lo que algunos sabíamos.
De hecho, toda la semana pasada hubo lluvia de encuestas, pero no públicas, sino escondidas, que se transmitían por WhatsApp o redes sociales. La mayoría, lamentablemente, eran falsas. Circulaban incluso desde antes que las encuestadoras serias terminaran de realizar su trabajo de campo. Se difundían soterradas, simulando menús con creativos nombres de platos de comida o ránkings con apodos para representar a los candidatos en contienda. Todo por culpa de una absurda y anacrónica ley que prohíbe la difusión de las encuestas durante la semana previa a las elecciones.
Es ridículamente paternalista pensar que dar más y mejor información al público, a través de empresas encuestadoras serias que ponen a su prestigio como respaldo, es contraproducente. Si una persona quiere votar por quien va primero, segundo o último en los sondeos de opinión, es su derecho. La prohibición, en cambio, deja a un gran número de personas en la ignorancia y los convierte en presas fáciles de quienes elaboran y difunden encuestas ‘truchas’ por las que no se hacen responsables.
Todos sabemos de este problema desde hace mucho tiempo. Lo que hace más preocupante aún que ningún parlamentario (en los dos últimos congresos) haya propuesto modificar la norma. Pareciera que deliberadamente quisieran mantener a la ciudadanía en la desinformación, por si les resultara conveniente en algún momento. Recién un día antes de las elecciones, el congresista Alberto de Belaunde anunció en Twitter que buscaría eliminar la prohibición.
Hablando de desinformación, el Congreso acaba de aprobar una de las reformas constitucionales (artículo 35) impulsada por el Ejecutivo, respecto del financiamiento de partidos políticos. El Legislativo le quitó algo que ayudaba a la transparencia (la rendición de cuentas durante la campaña) y le añadió algo que colabora con el desconocimiento (la prohibición de la propaganda electoral privada en radio y televisión). De aprobarse, vía referéndum, solo se permitirá la propaganda televisiva y radial pagada con dinero estatal.
Se trata de otro caso de restricción desproporcional a la difusión de información. ¿Cuál es el daño que se quiere evitar prohibiendo la propaganda electoral privada en radio y televisión? ¿Por qué se discrimina entre medios radiales y televisivos por un lado, y medios impresos, publicidad exterior e Internet por el otro? Si se piensa que hay dineros oscuros que invierten en publicidad radial y televisiva, ¿no sería mejor aprobar normas para fiscalizar mejor los gastos de campaña y sancionar efectivamente a quienes las incumplan? Que partidos políticos y medios de comunicación, por ejemplo, reporten a la ONPE y publiquen quiénes contratan publicidad y cuánto pagan. Y si se piensa que es “excesivo” el gasto en campañas electorales, ¿no sería más apropiado, entonces, fijar un tope?
¿No queremos organizaciones políticas honestas y transparentes? ¿No queremos a ciudadanos comprometidos y dispuestos a invertir en los partidos? ¿Qué culpa tienen los buenos de que el Estado no pueda (o no quiera) vigilar a los malos?
P.D.: Los invito a revisar las leyes que pueden afectar la difusión de información en el Observatorio Legislativo en Libertad de Expresión del Centro de Estudios en Libertad de Expresión y Acceso a la Información (CELE) de la Universidad de Palermo, que va por su segundo año. Se trata de una plataforma digital que contiene todas las normas parlamentarias que pueden limitar o promover la libertad de expresión (con énfasis en Internet) en ocho países de la región (Argentina, Colombia, Ecuador, Guatemala, México, Paraguay, el Perú y Uruguay). Estoy a cargo de la investigación y actualización del capítulo peruano.