Hace unas semanas se publicó “La condena de la libertad”. Este volumen editado por Paulo Drinot y Alberto Vergara, que recoge seis ensayos y un colofón escritos por un conjunto notable de historiadores y politólogos. Es una lectura imprescindible, que sintetiza, actualiza y cuestiona los principales debates en la historia política y social de nuestra república y que quedará para la posteridad como un reflejo del espíritu de los tiempos en que el bicentenario nos encontró.
Hay dos puntos del libro, relacionados, en los que me quiero concentrar. El primero es la periodización. Los textos de Charles Walker, Natalia Sobrevilla y José Luis Rénique cubren a grandes rasgos el primer siglo de independencia. Walker, muy conocido por sus trabajos sobre Túpac Amaru, abre el volumen ubicando precisamente su rebelión en 1780 como el inicio de una larga transición de colonia a república, que no se cierra hasta 1840, en la cronología del volumen, y que marca el origen de “los debates y las luchas armadas respecto a la forma y naturaleza del republicanismo en el Perú” por muchas décadas más.
A partir de 1840 hay cierta estabilidad y centralización del poder que permite un atisbo de construcción estatal gracias a la renta guanera, un período que Basadre bautizó como la “prosperidad falaz”, pero que Sobrevilla enmienda en parte para destacar que fue también un período de bonanza desigual que transformó al país, que trajo modernización pero también corrupción, y que mostró todas sus carencias cuando tocó movilizarlo en la Guerra del Pacífico.
Acá me detengo en la revisión de los textos individuales, porque, más allá de la estupenda calidad de los capítulos de Rénique (que cubre el período que va de 1879 a 1919), de Paulo Drinot (de 1919 a 1968, con un valiosísimo enfoque que ubica nuestro derrotero dentro del contexto internacional, bastante movido esos años), de Eduardo Dargent (que analiza de forma exhaustiva y actualizada la inclusión, la articulación y la movilización política entre 1968 y 1994) y de Alberto Vergara (el ciclo que se abre en 1992 y llega a la actualidad, ya vuelvo a esto), es sin duda algo provocadora la decisión de dividir la historia así.
Y también me permite hacer la transición al siguiente punto. Este es un texto claramente motivado por el bicentenario y que somete a examen los logros y fracasos de la República (como detalla en el colofón Cynthia McClintock con una mirada sobria y experimentada, la de alguien que ha estudiado el país desde hace casi 50 años) que, sin embargo, empieza no en 1821, sino en 1780, como ya mencioné, y que, creo, deja un poco abierta la interrogante sobre si termina con el bicentenario propiamente.
Como destacan los editores, es quizás inevitable evocar el mito de Sísifo. Un país condenado a oscilar entre auges y caídas, de tránsito perpetuo entre la ilusión y el desencanto, el entusiasmo y la desilusión, entre reconstrucción y una nueva bancarrota, como apunta Vergara hacia el final. Y, pensando en la periodización, quizás con Sísifo en la cima de la montaña, viendo la piedra rodar hacia abajo, me pregunto si la piedra ya llegó al final de su recorrido.
Pero también hay un límite para la metáfora. Porque, volviendo al texto de Sobrevilla, aunque cada época viene con sus propios descalabros y decepciones, hay algo que se construye y que perdura. Algo endeble, quizás, pero no falaz. Quiero pensar, quizás como Sísifo mirando nuevamente hacia arriba, que aparte de tropezar, no dos, sino muchas veces con la misma piedra (perdón, Julio Iglesias) de la corrupción, no recorremos, cada vez, todo el camino hacia la cima desde el mismo punto de partida.