Es una lástima que los tímidos vientos desreguladores que hoy parecen soplar en el gobierno no vayan a alcanzar la esfera de la legislación laboral. Es un tema tabú al que ninguna autoridad le quiere hincar el diente y que, sin embargo, constituye la última gran reforma que nos queda pendiente.
Por el contrario, durante la presente administración se han agregado varias capas adicionales al milhojas de los sobrecostos y rigideces que limitan el crecimiento de las empresas y acentúan la más grande de las exclusiones sociales que padecemos. Nadie parece preocupado por el hecho de que más del 70% de los peruanos ocupados están empleados en condiciones de informalidad.
Lo más creativo que se ha visto son los regímenes promotores para pequeñas empresas y microempresas que se superponen para conceder beneficios alrededor de temas como vacaciones, CTS o gratificaciones. Cosas que en términos generales las empresas ya resuelven bajo el concepto del sueldo anual del trabajador.
Tenemos una fascinación alrededor de la idea del peruano ingenioso y de la formación de minúsculos emprendimientos que carecen de capital, sofisticación y tecnología. Uno repasa la lista de las grandes empresas de los últimos 20 años y tiene dificultad para encontrar nombres nuevos. Somos, en términos generales, un país pyme.
En la cúspide de las restricciones que la legislación laboral impone destaca, sin duda, la imposibilidad que tienen las empresas de ajustar su planilla a los vaivenes del mercado o de despedir a los trabajadores que ya no encajan con sus necesidades, sea por rendimiento, por cambios de estrategia o por condiciones generales menos favorables.
El despido de los trabajadores, con una adecuada compensación, es una herramienta fundamental de la gestión y una necesidad para asegurar la competitividad de las empresas. No se puede forzar a un negocio que aspira a crecer y ser rentable a mantener empleados que ya no necesita.
La consecuencia de hacerlo es afectar al resto de empleados de esa misma empresa y desalentar la creación de empleo en la economía en su conjunto. Se ‘beneficia’ aparentemente a unos pocos, pero se perjudica a cientos de miles.
A esta situación de rigidez contribuyen no solo las normas que dictan el Congreso y el Poder Ejecutivo, sino las múltiples sentencias del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional en materia laboral.
En el tope de esta lista de resoluciones adversas está la famosa sentencia de Tribunal Constitucional del 2002, que estableció que una forma de indemnización adecuada frente al despido es la reposición. Una disposición infeliz cuyo criterio sigue vigente y que en la práctica resucitó la estabilidad laboral. Como resultado de ello, hoy solo es legalmente viable el despido indemnizado de un mínimo del 10% de los trabajadores de una empresa, como parte de un proceso de reorganización.
Trate de encontrarle el sentido a esta barbaridad denominada “cese colectivo”: usted puede como empleador presentar un expediente al ministerio para convencerlo de que su empresa necesita reducir su planilla, pero solo le permitirán hacerlo si despide al 10% o más de sus empleados. Si necesita reducir un porcentaje menor, no puede hacerlo. “O despides al 10% o no despides a nadie”, le dicen las autoridades.
Esto es parte de las reformas, políticamente incómodas, que tendríamos que empezar a abordar, en lugar de jugar con la disponibilidad de la CTS o los exámenes médicos, que son materias ornamentales frente al verdadero cambio que nos tocaría implementar.