Cualquier discusión sobre el sueldo mínimo tiene que enfrentar la dura realidad de que hay –y siempre habrá– un número de trabajadores cuya productividad, en los puestos que se ofrecen, es menor que el mínimo oficialmente sancionado y no justifica contratarlos con todos los beneficios de la formalidad. La ley los empuja a la informalidad, cuando no al desempleo. Es eso lo que convierte al sueldo mínimo en algo intrínsecamente perverso: queriendo defender a los trabajadores, termina perjudicándolos.
Hay quienes piensan, sin embargo, que el problema se soluciona fijando sueldos mínimos diferenciados: uno para la pequeña empresa, digamos, y otro más alto para la mediana y gran empresa. Se supone que estas tienen mayor capacidad de pago que aquellas. Tenemos nuestras dudas sobre la validez de esa generalización. Pero, así fuera válida, la idea nos parece equivocada e inconveniente desde todo punto de vista.
Poner un sueldo mínimo más alto para las empresas que supuestamente puedan pagar más nos recuerda el viejo eslogan marxista que llamaba a contribuir “cada uno según su capacidad” al fondo común de la sociedad. Pero lo que importa en materia de fijación de sueldos no es solamente la capacidad de pago de la empresa, sino la productividad del trabajador. Ninguna empresa va a usar su capacidad de pago en contratar a un trabajador que no produce un valor equivalente al sueldo que recibe. Un sueldo mínimo más alto llevaría a las grandes empresas a tercerizar algunas funciones de menor productividad, posiblemente transfiriéndolas a un ‘service’ que emplee informalmente a los mismos trabajadores.
Desde la perspectiva de las pequeñas empresas, el sueldo mínimo diferenciado se convertiría en un impuesto al crecimiento. En efecto, ni bien cruzaran la línea divisoria que las separa, sea por volumen de ventas o por número de trabajadores, de las medianas y grandes empresas, se verían obligadas a otorgarles un aumento a todos aquellos trabajadores que hasta ese entonces estuvieran ganando menos que el sueldo mínimo aplicable a la mediana y gran empresa. Automáticamente sus costos aumentarían, reduciéndose en la misma medida sus utilidades, lo que equivale a un impuesto adicional, con la única diferencia de que la plata va a los trabajadores, en lugar de ir al fisco.
Algunas quizás prefieran no arriesgarse a crecer. Porque supongamos que al año siguiente las ventas se caen y regresan a su anterior condición de pequeñas empresas. ¿Qué deben hacer entonces? ¿Bajarles el sueldo a todos aquellos trabajadores a los que se tuvieron que subírselo cuando momentáneamente se convirtieron en medianas o grandes empresas? Difícilmente el Ministerio de Trabajo se lo permitiría.
Los criterios para establecer sueldos mínimos diferenciados pueden, por otro lado, multiplicarse a voluntad. ¿Por qué no diferenciamos, por ejemplo, por giro del negocio? Uno puede argumentar que las empresas mineras o las constructoras ganan mucha plata y pueden pagar más a sus trabajadores. Las febriles mentes de nuestros legisladores seguramente encontrarían mil justificaciones para establecer otras diferencias: por ubicación geográfica, por años de estudio, por especialidad profesional… Una degeneración progresiva que condicionaría todo tipo de decisiones empresariales e imposibilitaría el buen funcionamiento del mercado laboral.