Algunos títulos o etiquetas se logran y luego no se pierden. Es el caso normal de un grado académico –nadie deja de ser bachiller o magíster, solo consigue más grados–, de un nuevo escalafón en el Ejército –se pasa de teniente a capitán y de capitán a mayor, no viceversa– o del otorgamiento de un gran premio –se es para siempre Premio Nobel–.
Este no es el caso de la fortaleza fiscal de un país o de su calificación crediticia. El grado de inversión y la buena reputación sí se pierden. A pesar de que en el Perú parece haber tomado arraigo una ilusión colectiva implícita según la cual el país tiene una suerte de derecho divino al balance macroeconómico, esto no es verdad. Por algún motivo, una verdad tan básica como “el dinero se acaba”, que todos damos por sentado cuando evaluamos nuestro presupuesto familiar mensual, se suspende de aplicación en el ejercicio mental cuando el presupuesto es público.
Es solo así que el Congreso puede permitirse aprobar, en menos de 24 horas y por abrumadora mayoría, dos proyectos de ley que podrían costar al fisco más de S/18.000 millones o casi 2,5% del PBI –el de la ‘devolución’ de aportes a la ONP y, por insistencia, el de ascenso automático y nombramiento del personal de salud–. Es solo así que el presidente del Congreso puede decir abiertamente con respecto al ‘retiro’ de aportes que “por derecho, el Estado tiene que hallar la fórmula. El Estado no puede salir a decir que no hay plata. Tiene que encontrar la fórmula”.
Desde el otro lado, desde los ingresos, solo esta ilusión colectiva de la invulnerabilidad fiscal puede explicar que se quiera acelerar el gasto público de forma desmedida y, a la vez, complicar la operación de los mismos negocios que pagan impuestos y proveen esos ingresos fiscales. Es esta ilusión de fortaleza infinita la que no permite ver la profunda contradicción de un discurso escéptico de la actividad empresarial que al mismo tiempo promueve más gasto público. Es el equivalente a cavar con cada vez más ahínco para salir del hueco.
Para ser claros: en las guerras y en las crisis se gasta. Eso es correcto. El Perú acumuló reservas y buen crédito en el exterior en parte para ocasiones de emergencia como esta. Pero cada sol del Estado debe ser reconocido como un sol que ya no gastará una empresa o una familia en su propio consumo. Así, el presupuesto público no solo es finito, sino que viene necesariamente a costa de reducir el consumo de alguien más –hoy o en el futuro si se financia con deuda–. Esa perspectiva permite poner en la dimensión adecuada la importancia de gastar correctamente y con eficiencia.
La tentación para gastar de más, y de paso menoscabar las bases de creación de más empleo e ingresos, son grandes, pero lamentablemente no son obvias. A inicios del siglo XX, el economista italiano Amilcare Puviani desarrolló esta idea con el nombre de ilusión financiera. Puviani, que habría quedado casi ciego a causa de una enfermedad, se preocupó de señalar el engaño, la ilusión, en la que caen las sociedades que no evalúan correctamente su gasto público y dan, generosamente, más de lo que pueden. Para cuando despiertan de la ilusión, ya es todo demasiado tarde.