Con esta apóstrofe saludaba Nicomedes Santa Cruz la grandeza de la Ciudad Heroica: “Tacna, en ti no acaba el Perú, aquí comienza la patria”. Seguramente allí empieza, pero no está claro qué incluye ni dónde termina. Porque diera la impresión de que nos seguimos fraccionando y que la idea de un país integrado y único ya es solo un sueño. Una cosa más bien emotiva alrededor de algunos lindos recuerdos –como México 70–, un plato de cebiche o unas décimas sentidas, pero no mucho más.
Cuando hace casi 30 años Hernando de Soto, Enrique Ghersi y Mario Ghibellini publicaron “El otro sendero”, conocimos las dimensiones de una de estas fracturas. Una falla geológica que separaba al Perú formal y al informal. No era un puñado de personas las que sobrevivían al margen de la ley, sino la gran mayoría de peruanos los que funcionaban fuera de la legalidad.
Existía abundancia de normas, pero estaban de adorno. El Estado había construido una estructura jurídica excluyente e incumplible que en realidad no imperaba más allá de Miraflores o San Isidro. A la altura de Puente Piedra o incluso antes, esas leyes eran letra muerta. El boletín de normas legales del diario “El Peruano” no pasaba de la avenida Argentina.
En ese diagnóstico, los informales y sus actividades no eran esencialmente malos. Eran ciudadanos de segunda clase, marginados de la legalidad a la cual no podían acceder por onerosa y alambicada.
Más allá de las causas de ese divorcio y de las recomendaciones para intentar remediarlo, lo cierto es que esa división se mantiene idéntica tres décadas después. ¿O alguien tiene alguna duda de que fuera de cuatro o cinco distritos pudientes de la capital, el 90% de nuestras normas no tiene ninguna aplicación?
Ahora estamos dando un paso más en nuestro proceso de desintegración. Nuevas líneas divisorias se están trazando, esta vez producto de la ilegalidad delincuencial. No solo son los robos y asaltos callejeros, sino la instalación profunda y estructural del crimen en las instituciones que supuestamente sostienen una sociedad.
Piense, por ejemplo, en el nivel de infiltración del narcotráfico. En las mafias que se apropian de grandes extensiones de tierras. En los casos recurrentes de corrupción en los gobiernos locales. En los grupos organizados que extorsionan a los comerciantes de toda una ciudad. Muy frecuentemente con participación de malos policías, funcionarios, jueces o autoridades elegidas.
Estos no son peruanos que intentan salir adelante con sus talleres de confecciones sin poder cumplir la normativa tributaria o laboral. Estas son organizaciones complejas, verdaderas instituciones criminales, que operan desde la estructura misma del Estado. Allí hay otra parte del país independizándose: el imparable Perú criminal.
Por eso, cuando se reúne el Consejo de Ministros o cuando sesiona el Congreso y se dictan normas y disposiciones varias, ¿qué parte del país realmente está gobernando? Quizá Santiago de Surco, San Borja, algo de Piura, la parte más moderna de Ica y así por el estilo en el resto del Perú.
Porque si uno hace el ejercicio de restar el Perú informal y el Perú criminal, es claro que el pedazo social que va quedando para ser gobernado debe ser del tamaño de San Marino o Liechtenstein. Como quien dice: “Querida, encogí el país”. Malo para la patria, pero bueno para los cartógrafos, imagino, porque al paso que vamos pronto habrá que dibujar el nuevo tamaño del Perú.