Nuevo gobierno, nuevas ideas y nuevos planes. Es parte del optimismo que acompaña la renovación de autoridades. Como es previsible, los titulares de los ministerios anuncian con justificada emoción lo que pretenden lograr en sus sectores, así como las metas que se proponen.
El ministro de Trabajo declara que la creación de empleos será una prioridad del nuevo gobierno. El de Agricultura, que esa actividad será “el nuevo motor de la economía”. El nuevo ministro de Comercio Exterior y Turismo, a su vez, anticipa el crecimiento importante que espera lograr en su sector. Mientras que la ministra de la Mujer y Poblaciones Vulnerables se propone “lograr la autonomía económica de la mujer”.
Todo esto es parte del comprensible “voluntarismo” que anima a las autoridades a hacer cosas. La idea detrás de este anhelo es que un ministro puede, efectivamente, lograr resultados relevantes en virtud de sus iniciativas, programas y proyectos.
De aquí salen, por ejemplo, los esfuerzos para entrenar desempleados en la obtención de nuevas habilidades. Los proyectos para que los artesanos de la plata mejoren la calidad de sus productos. O las iniciativas para que el espárrago peruano esté presente en las mesas de los consumidores noruegos.
La versión más formidable de este voluntarismo la tuvo el fujimorismo en la campaña. Según explicó uno de sus voceros, el vehículo para ello iba a ser la Agencia de Desarrollo Productivo. Una entidad estatal con oficinas en todo el Perú, dedicada a brindar asesoría y servicios a las mypes informales.
La idea consistía en identificar las mypes con potencial, asignarles un pre-RUC y asistirlas en todo durante dos años: capital semilla, ‘know-how’, innovación, asistencia técnica, contabilidad, gobierno corporativo. No es fácil imaginar el costo y la escala de semejante esfuerzo. Para efectos prácticos, ello era equivalente a tener al Estado gestionando indirectamente centenares de miles de emprendimientos en todo el país.
En un país en donde pasan los lustros y no conseguimos poner bloqueadores de celulares en 20 prisiones, la idea de un cuerpo de especialistas estatales evaluando la viabilidad de casi tres millones de microemprendimientos y llevando de la mano a miles de ellos hacia el éxito tiene que ser la versión más sublime del voluntarismo gubernamental.
Nadie está proponiendo eso ahora, por suerte. Pero la lógica es la misma con diferente escala. Cuando la verdad es que ni el crecimiento de la agricultura, ni la generación de nuevos empleos, ni el desarrollo del turismo, ni las mejoras en los ingresos de las mujeres dependen realmente de lo que el Estado haga directamente.
Todo depende de los privados y de las inversiones que quieran hacer teniendo a la vista sus intereses, no los deseos de los políticos. Es un poco desalentador quizá, pero la casi totalidad de esos proyectos gubernamentales por capacitar, promover y asistir tienen impactos ínfimos o carecen de métricas de gestión.
En consecuencia, sin menospreciar el renovado empeño de las autoridades recién designadas, probablemente la mejor receta no sea “hacer” más cosas de poco impacto, sino crear las condiciones apropiadas para que el sector privado las haga de manera más amplia y general.
Para ello, más importante que entrenar a unos cuantos centenares de personas desempleadas, por ejemplo, podría resultar preguntarse “¿por qué las empresas no crean más empleos?”. De esa respuesta puede surgir una agenda de modificaciones normativas mucho más potente que la muy limitada iniciativa de la capacitación laboral que imparte el Estado