"Más que celebraciones ruidosas o triunfalistas, requerimos repensar nuestras categorías y mitos históricos". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Más que celebraciones ruidosas o triunfalistas, requerimos repensar nuestras categorías y mitos históricos". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Carmen McEvoy

Hubo un tiempo en el que los congresistas de la República eran sabios, leían a los clásicos –en griego y en latín– y, además, se daban un tiempo para mirar las estrellas anotando descubrimientos que luego compartirían con sus lectores. Ese fue el caso de José Gregorio Paredes (1778-1839), segundo bibliotecario de San Marcos y catedrático de Geometría y Matemáticas (escribió un libro para las escuelas peruanas sobre el tema), editor de la “Gaceta del Gobierno de Lima”, epidemiólogo y miembro de la Sociedad Médica de Londres.

A Paredes, quien fue parte de la primera misión diplomática enviada por Hipólito Unanue al Reino Unido, se le recuerda por ser el creador del escudo nacional en el que se plasmaron los tres reinos de la naturaleza proyectando, al mismo tiempo, el halo de eternidad que los ilustrados asociaban al Perú. Esa peculiar percepción de la historia, la patria, cuya independencia se selló en Ayacucho, era republicana sin por ello dejar de lado su pasado milenario y mucho menos sus secretos y riquezas aún por descubrir.

La lectura de los grandes humanistas y de los teóricos de la política moderna (el limeño Lorenzo de Vidaurre, por ejemplo, fue mundialmente reconocido por su dominio de la obra de Nicolás Maquiavelo) sirvieron para combatir la contingencia y la inmediatez que todo lo devoraban. Saberse encaramados en los hombros de gigantes intelectuales ayudó a pensar en grande a la república, avizorando para ella un futuro optimista y promisorio. Esto debido a la constatación de un pasado enriquecido por la historia y la creatividad. En ese sentido, cómo no traer a la memoria la edición en 1841 de “Antigüedades peruanas” en la que, con los escritos de Garcilaso de la Vega, Mariano de Rivero reconstruyó, con todas las limitaciones del caso, las luces y sombras de la etapa precolombina.

En estos tiempos de frivolidad y de discusiones banales vía Twitter, valdría la pena que nuestros congresistas (algunos ensimismados cual narcisos en las pantallas de sus teléfonos celulares) empezaran a leer a nuestros clásicos. Por ejemplo, yo les recomendaría acercarse a aquella magnífica discusión, ocurrida a mediados del siglo XIX en la que el futuro congresista de la República Manuel Pardo escribió a los 25 años un trabajo sobre economía política titulado: “Estudios sobre la provincia de Jauja”.

En efecto, tanto Pardo como José Arnaldo Márquez, nuestro traductor de las obras completas de William Shakespeare, imaginaron, junto a una generación de peruanos brillantes, un desarrollo alternativo para el Perú del guano y de las guerras civiles. Para llevar a cabo su cometido leyeron, analizaron, escribieron e intercambiaron ideas con sus pares. Nada que ver con esa cultura de la inmediatez, el ensimismamiento tecnológico y la ignorancia supina que hoy nos agobia y degrada como sociedad.

No sé si es mi percepción, pero noto que cada semana se crea una nueva discusión en el mundo mediático que, en general, no lleva a nada que nos enriquezca y nos haga crecer como sociedad. Muy por el contrario, cada trifulca, con insultos de parte de los diferentes antagonistas, exacerba los ánimos mostrando el nivel primario que, con honrosas excepciones, exhiben incluso algunos padres y madres de la patria.

A mí particularmente me sorprende que en el camino de tanto enredo sin pies ni cabeza se haya ido forjando un ‘marco conceptual’ y un vocabulario que espantaría a nuestros bisabuelos intelectuales. Con una serie de términos como ‘mermelero’ o ‘ganapán’, por no decir ladrón, delincuente y todas las barbaridades que diariamente se leen y se retuitean ad infinitum.

Como muchos de los que decidimos desconectarnos de las redes sociales, creo que el mundo no se acaba con esa determinación, sino que se ensancha y profundiza. Porque romper con la inmediatez libera un tiempo precioso para leer, escuchar música y pensar, otorgando una paz mental para ver la vida en toda su complejidad y belleza.

La celebración del bicentenario debe apuntar no solo a organizar coloquios maratónicos, sino a reconstruir la trayectoria de todos los que, desde sus diferentes canteras, pensaron al Perú cuando no existía la comunicación instantánea que roba el tiempo para la reflexión y la perspectiva en la larga duración. Desde los matemáticos, como es el caso de Paredes, hasta los héroes insignes como ocurre con Miguel Grau, un congresista que ennobleció el quehacer político y escribió cartas sentidas antes de dar la vida por el Perú.

Lo que debe rescatarse de esos peruanos bicentenarios es esencialmente que lograron trascender. Ello no sin antes entender su propia pequeñez, lo que les significó aceptar ser un eslabón de una historia que ha logrado sostenernos a lo largo de los siglos. De ello dio cuenta un gigante que nos dejó hace poco, el gran Fernando de Szyszlo, quien trabajó hasta el último día de su vida con las imágenes y paradigmas de los antiguos peruanos en su mente y en su corazón. Su eternidad y la de su obra es más que evidente y debe servirnos de una grandísima lección.